La puerta del balcón mandaba morses al comedor vacío a causa de la ventolera. Qué vacías aquellas sillas del salón, la cocina, la parte de la entrada que podía divisarse desde el sofá a través de la puerta entreabierta, la televisión apagada, los tiestos, la ropa tendida... Había un reloj que segundeaba sonoro y desacompasado con el tamborileo aéreo de la terraza. Yo pensaba en todas las cosas y en ninguna con la boca llena de magdalena y los ojos llenos de sueño. Hay momentos en que el mundo se para así, de pronto, y a uno le parece que lo abandonaron. No sé, acaso nos abandonaron a todos en algún momento y el abandono comparece puntual cuando esas ventoleras en el balcón. El caso es que del cuarto salía ella desperezándose con los brazos muy arriba y tan guapísima ya de buena mañana, que uno pensaba que sólo iba a estar linda como ella a eso de las ocho bajando el bulevar cogida del brazo de uno con las luces de las tiendas pasándole por los labios como mágicos cometas pero no, resulta que también recién levantada con los pelos hechos trigo por la cara y desperezándose con los brazos muy arriba era capaz de llenarte de edén un comedor vacío, un balcón y hasta todas las putas calles de Barcelona. Cuando ella aparecía así de los cuartos yo no me sentía poeta ni abandonado, me sentía encontrado, me sentía ella. Qué sentimiento, qué buena locura... Y no había ni un jodido sitio de este tártaro de Dios que estuviera vacío. Ni siquiera aquí adentro como ahora.