Ninguna etiqueta explica la realidad, pero algunas la mutilan hasta volverla incomprensible. De eso que llamamos Boom aprendí el abismo entre los rótulos y las obras. ¿Qué tiene que ver Lezama con Onetti? ¿Por qué García Márquez (1927) y Vargas Llosa (1936) sí, mientras Puig (1932) no? ¿Hasta cuándo maestros como Di Benedetto o Ribeyro seguirán fuera de la foto? ¿Por qué en el retrato generacional no figuran poetas, habiéndolos brillantes? ¿No resulta sospechoso que ni siquiera Elena Garro, Silvina Ocampo o Clarice Lispector aparezcan en tan viriles listas? De eso que llamamos Boom admiro la ambición estética de sus autores, que me hace pensar en la infinitud de la escritura; y recelo de sus mesianismos políticos, que me hacen pensar en la patología del liderazgo. Y, en el centro de tanta generalización, dos décadas de textos memorables: El Señor Presidente, El astillero, Pedro Páramo, El sueño de los héroes, Zama, El coronel no tiene quién el escriba, La ciudad y los perros, Aura, El obsceno pájaro de la noche, Las invitadas, Final del juego. Tan grandes que merecen ser leídos como por primera vez, desordenando todos los manuales.
(Más opiniones sobre el 50º aniversario del Boom, en El País.)
Desordenar los manuales
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