Querido otoño. Cómo te echaba de menos, sin saberlo. No temas; tengo un buen jersey, no me pondré muy cursi. Aunque el mundo se hunda en las ciudades, acribillado por aburridas gráficas en forma de rayo, siempre nos quedará encogernos de hombros barojianamente y darnos un paseo por un bosque húmedo, oxidado, misterioso. Uno que, siguiendo la tradición, gotee como un grifo abierto. No hay lobos, pero como si los hubiera. Los soñamos, si hace falta. Llevamos toda la vida soñando con unos lobos vagamente lejanos. Se duerme mejor con lobos de fondo, y a falta de lobos, nos conformamos con la lluvia. El paisaje otoñal es mejor que nunca, es decir, más paisaje que nunca. Tan mullido, con todo ese ocre disparatado cayendo por todas partes. Es una hermosa descomposición de la naturaleza. Una lírica fauvista, rojos y amarillos casi invisibles. Hay que fijarse porque es muy discreto el otoño. Mientras se hace de noche (el otoño es un largo día oscurecido en el que no se acaba de hacer de noche) los paisanos en la aldea queman unas castañas. Una castaña, por cierto, es lo más parecido a un corazón pequeño, de erizo quizá. Sale un humo blanco, lento, de las chimeneas, y la estampa pide a gritos a un pintor nórdico, un tanto lánguido, que clave la hora.