Este verano me corté el pelo en una peluquería del sur de Francia. La peluquera no sabía inglés y yo no hablo francés, de suerte que le expliqué lo que quería mediante gestos. Me vi a mí mismo reflejado en el espejo con una capa azul cielo sujeta al cuello haciendo movimientos extraños con las manos. Ella pareció entenderme, pero el resultado no fue el esperado. No me importó, la verdad, porque no paró de hablar mientras trabajaba. Y a mí, cuando me hablan en francés, se me ablanda el cerebro.