Cuando tuve que abordar la tarea de encontrar las similitudes entre la poética de Concha Méndez y la propia, lo primero que sentí es una tremenda timidez. ¿Cómo comparar una poética ya "clásica", estudiada (aunque no lo suficiente), enorme con una poética que apenas acaba de empezar? En fin, esto de la Poesía tiene tanto que ver con los sentimientos, que, al final, las existencias acaban bebiendo de las mismas aguas: las de los sueños rotos, las de la maternidad, las de las angustias (inquilinas okupas que no hay forma de desahuciar), las del desamor, las de la traición. Los temas siguen siendo universales: el amor, la muerte, la enfermedad, la espiritualidad, la trascendencia. Y los cinco tocaron a Méndez. Y los cinco me tocan a mí.
Al empezar a leer "Niño y sombras" tres imágenes se me vinieron a la cabeza:
Hijo muerto, bombardeo en Guernica (Operación Rügen) abril de 1937, por parte de la Legión Cóndor alemana y la Aviación Legionaria italiana |
Mujer, abierta en canal por propia decisión. Luego, otros canales, paritorios, sexuales, vendrán |
II. Un retrato que abre en canal a la mujer: El Desnudo femenino yacente de Egon Schiele.
Cabezas de mujer, Maruja Mallo |
Mercedes Halnweim |
Ni me entiendo ni me entienden
ni me sirve alma ni sangre;
lo que veo con mis ojosno lo quiero para nadie
Si tengo que relacionar la poética de Concha Méndez con la mía propia no puedo expresarla mejor que con estas cuatro hélices que forman un tótum revolotum de pasiones y dolores comunes entre la enorme poeta madrileña (y londinense, malagueña, mejicana, cubana, porteña...) y yo.
Conocí a Méndez como no se debe conocerla. A la sombra su marido, el poeta y editor del 27 Manuel Altolaguirre. Primero, supe de sus versos de aquellos años de influencia buñueliana, cuando Méndez escribía al son de las vanguardias. Después, los versos del matrimonio con el malagueño, antes del exilio, ya mujer terremoto, fascinante, indomable, al menos en aquellos primeros tiempos.
Fíjense cómo era la Méndez en palabras de Juan Ramón, prologuista de su poemario Vida a Vida: Concha era la niña desarrollada que veíamos [...] la sirenita del mar que sonreía secreta a los mocitos en su nicho de cristal, acuario esmeraldino, entre algas corales y otras conchas; la campeona de natación [...] La hemos encontrado en el Polo, en el Ecuador, en el cráter de Momotombo… Y ésa es la otra pasión en común con Méndez: la de los viajes. Ella, que escribía poemas en alta mar, diario de cada lugar al que iba. Yo también adopté esa costumbre tras mi primer viaje a París. La diferencia es que la de los viajes era la Méndez más libérrima y yo la más cautiva.
Vista de Santa Maria della Salute desde San Marco ©C.Garrido |
Skärgården, Estocolmo ©National Geographic |
San Petersburgo nevado ©National Geographic |
El primer poema que leí escrito por ella hablaba de la pérdida de su primer hijo con Altolaguirre. El aborto natural, más tarde la muerte de hambruna, la elevadísima mortalidad infantil de la posguerra, son todos hechos muy conocidos, las grandes cifras, las estadísticas. Pero aquí, el dolor y el desgarro se concretaban en las páginas de un poemario, en unos versos que para mí representaban de un modo absoluto ese misterio telúrico, inmenso del cordón umbilical entre mujer y feto, un misterio que en aquellos momentos intentaba comprender pues yo misma me había quedado, de pronto, desnuda y fuera del útero que me protegía.
Yo escribía:
Me has dejado como una de esas esculturas de Chillida
agujero en medio por donde pasa el viento
el resto, oxidado, permanece buscando el trocito que le quitó el escultor.
Méndez decía:
Se desprendió mi sangre para formar tu cuerpo.
Se repartió mi alma para forma tu alma.
Y fueron nueva lunas y fue toda una angustia
De días sin reposo y noches desveladas.
Era 2004, a mí me obsesionaba la pérdida materna, a Méndez le obsesionaba la pérdida de su hijo, en el mismo momento del parto. Ello engarzó con ese deseo mío de comprender a las mujeres convertidas en fémina-cueva, como las Venus de Willendorf, esa cueva o albergue que nos quiere seguir protegiendo el resto de nuestras vidas. Pero cuando algo lo corta, ¿cómo queda el útero, cómo vive el duelo una madre?
Cuando comencé a escribir sobre la maternidad, a raíz de haberse roto uno de mis nexos maternos, llegó hasta mí la historia de Iván Posse. Un joven de quince años, rubio, dulce, exquisito, que por un episodio depresivo y por un choque con una realidad demasiado dura para su sensibilidad, se suicidó, en París, en 1983. Su padre, el escritor Abel Posse, describe esa experiencia en un libro Cuandomuere el hijo. Desde que oí esa historia, ese niño y el grito de su madre al descubrirlo muerto, han pervivido a lo largo de mis tres libros al igual que lo ha hecho el hijo de Méndez y Altolaguirre. Ambos, encarnados en espíritus, en posibilidades.
La mujer y la joven, Egon Schiele |
Si Concha Méndez se preguntaba
¿De qué color tus ojos, tus cabellos, tu sombra?
Mi corazón que es cuna que en secreto te guarda,
Porque sabe que fuiste y te llevó en vida,
Te seguirá meciendo hasta el fin de mis horas…
Yo me preguntaba
Por el porqué de tu soledad de niño prematuro,
aislamiento en vida, aislamiento en una tumba hermosa de mármol de Carrara.
Desde allí me mirabas con aquellos ojos que nadie cerró
y supe de inmediato que también te gustaban los gatos
Los que te dejé, en una postal,
Contemplaban tu cuerpo de adolescente de Vida en Venecia
Mi Pasolini alegre del Lido.
La mujer Concha Méndez convertida en Venus de Willendorf, sin cara, sin rostro, puro seno, pura cadera, puro útero, recipiente, órgano reproductivo, la mujer en su estado más pletórico, cuando debería gozar del nuevo hijo. Incluso para una mujer libérrima como Méndez la maternidad pasa a ser un asunto central. ¿Cabría en su pensamiento la posibilidad de que una mujer tuviera la opción de renunciar a la maternidad bien porque no la siente, bien porque la teme? La maternidad no siempre es un hecho triunfante. No sólo por la posible muerte del hijo. También por la muerte de “una forma de ser mujer”. En un poema que llevaba el título de Alma mater intenté revertir ese prejuicio de que toda madre debe querer al hijo. Quizá el hijo sea
Un Caín que horada las entrañas
Con la paciencia del que sabe que en sus manos anda el Tiempo.
Aullido final del parto y la metamorfosis convierte a las parturientas en Moisés,
Abriendo la pelvis de dos en dos, rasgando senos,
Entresijos privados antes trasegados, tan sólo, por el algodón de las braguitas.
El niño es un Judas que besa a su madre y la despieza en dos con tal de ver la vida.
©Mercedes Halnweim |
Ese dolor que es infringido por otros o por la propia vida, que te desguaza, te hace llaga en el cuerpo, que te viola la mente y la enajena de sus posibilidades y lo que es peor, que te llaga el alma y todo lo que ha habitado en ella hasta entonces. El dolor, que se convierte en un campo infértil que ni siquiera está en barbecho porque no se espera nada de él. Un dolor que te lleva a una despersonalización total, donde los espejos no te reflejan. Un dolor que arrasa los sentidos y crea uno nuevo: el que sólo padece. Ese aturdimiento enmudece los sentimientos de una forma que eres incapaz de expresar y que muy poca gente comprende.
Todo es extraño a mí misma,
Hasta la luz, hasta el aire,
Porque ni acierto a mirarla;
Ni sé cómo respirarle.
©Mercedes Halnweim |
Qué difícil es
Olvidarme del fango y del tatami,
Que se me engancha a la espalda como carey…
Sólo tengo botas katiuskas para andar sobre mi lodo,
Qué placer ése de revolcar las costillas sobre el cieno
Y dejarme penetrar por ramas caídas, inservibles,
Viudas de los árboles tristísimos del Duero.
A veces, ese dolor lleva a la rabia o al deseo de venganza, pero tanto Méndez como yo coincidimos en que no está dentro de nuestra ética vengarse pero sí desear que ese nivel de dolor en el alma lo sientan aquéllos que nos lo han infringido porque la venganza en forma de daño físico nunca llegará a equiparar al dolor del alma.
Quisiera tener varias sonrisas de recambio
Y un vasto repertorio de modos de expresarme.
O bien con la palabra, o bien con la manera,
Buscar el hábil gesto que pudiera escudarme…
Y al igual que en el gesto, buscar en la mentira
Diferentes disfraces, bien vestir el engaño;
Y poder, sin conciencia, ir haciendo a las gentes, con sutil maniobra, la caricia del daño.
Uno de los grandes logros de la poesía de Méndez es su capacidad para expresar los estados de melancolía más profunda, esa imposible de describir viva voce, la que sólo se retrata en la mirada del sufriente. La pérdida del hijo, el exilio, el tedio del matrimonio, el abandono por parte de Altolaguirre para irse con una íntima amiga, la galerista cubana Gómez Mena, el olvido de su persona por parte de los otros exiliados de más renombre van convirtiendo a aquella Concha vital, trasgresora, deportista, luchadora en una sombra de lo que fue. Y aunque siempre se codeó con el mundo de la intelectualidad, permaneció muchos años exiliada de sí misma y de la escritura. Es una etapa en la que ella se encuentra como en esas atracciones de feria, rodeada exclusivamente de espejos en los que sólo se ve a sí misma, distintas facetas, la misma melancolía, como una Ivanov de Chéjov.
Cuando ya no sepa de ti
¡qué bien estaré en la vida!,
Cuando ya no sepa de ti.
Cuando no vuelvas a verme
Y mis horas sean mías
y yo vuelva a ser quien era
lejos de tu compañía.
Cuando no te vean mis ojos,
¡qué bien me sabrá la vida!
Tan sola no me has dejado,
que estoy conmigo y me basta
-igual que siempre lo he estado.
Me gustaría que fueras cirujano
Y metieras tu mano en el torrente de mis venas para comprender,
Para aprehenderme de una vez.
Intentas leerme los ojos, pero ya de principio,
Te resulta difícil la letra capital (siempre gótica) de mis relatos vitales.
Y, entonces, cuando me ves imposible, te limitas a amasarme el pelo.
Ni una bajada a las entrañas.
Mientras, yo lloro porque los demonios me están volviendo loca debajo del Pantene Hidra-liso.
©Abercrombie |
Por último, en ambas poéticas coincide también el tema de “la distancia respecto de la tierra”, del exilio.
Una distancia que se revive en instante, que te brinda una y otra vez la sensación de no haber aprovechado bien los amores y los momentos que la tierra brindaba, esas sensaciones olfativas y táctiles, que repasan lugares y pieles de la infancia y que se despiertan de pronto, en medio de la nada de otro país.
Junto a un banco de piedra verde y blanca,
Un gran rosal lucía en la penumbra
-la tarde en ese momento declinaba-.
Me senté a reposar y ancho perfume
Sentí que en mis sentidos se adentraba.
Y se me vino al alma una extraña angustia.
El ala de un recuerdo aleteaba…
¡Ah sí, ya sé!... ¡Perfume de unas rosas!...
¡Otro país, el mío!... ¡Ya llegaba a comprender por qué!
¡Era en sus brazos donde un perfume igual yo respiraba!
Sombra de agricultor en Guzmendo ©A.Garrido |
Y yo, en un destierro querido, pensaba:
¿Qué hago aquí? ¿Qué hago? Lejos de mis amores, de mis sierras, de mi sangre…
No me llama nadie desde la tiera…
Acaso las amapolas tempranas del Getsemaní de Duernas.
Qué hermosas las ciudades del mundo…
Mi cosmopolita Guzmendo de diecisiete fanegas de tierra con cerámica romana dentro
¿La distancia es el olvido? ¿Quién habrá inventado eso?
Mientras más contemplo a Córdoba, más lejana y sola me siento.
Dicen Córdoba para morir.
Acaso lo dicen los que no la vivieron.
Las sensaciones de la poeta madrileña pertenecen a una época, a una Edad de Oro que ya no volverá a repetirse. Esa Edad de Oro de la primera juventud, cuando todo era posible. Cuando ella viajó el mundo y el mundo viajó por ella. Y, después, la vida. La vida que le apagó el fuego de querer serlo todo y la desterró. No tiene tanta importancia la distancia física, mucho más la personal respecto de lo que fuimos o de lo que soñamos ser.
Ahora,
Salgo a la calle y voy en ascua viva,
O voy temblando porque el mundo es triste.
Y vuelvo de la calle y entro en casa
Y el mundo sigue triste sin remedio.
Y no es que falte un ángel en la estancia
que nos sonría, que nos hable al menos.
Y no es que falte un dios para las cosas,
Ni ese deseo de pasar soñando
Sin escuchar las quejas que en el aire
Vagan por encontrar por fin el eco.
Y hablando de esa Libertad por querer ser, escribí Qué mujer difícil eres, Libertad
Y es cierto, Libertad,
Que aceptaría un trato de esclavos por ser tuya,
Pero nací con barrotes en la frente
Y el yugo de Vulcano los cinceló,
No me dejan escaparme,
Ser amante de la libertad de lo cotidiano;
Deseosa del cuscurro de pan;
¿Quiénes me violan en este lecho de corrosiones?
¿Quiénes me impiden entregarme a la Libertad?
No lo sé…
Lo único que entiendo es tu perla de sirvienta llorada
Y la cerrazón de mis pechos dentro de un túnica…
Porque nunca, nunca, nunca..
Seré la musa de Delacroix…
Dice el antólogo James Valender que los poemas de Concha Méndez son excelentes. Yo no les pondría este calificativo. Su poética es un tratado de anatomía vital, un auténtico hallazgo de la palabra exacta y precisa que explique a la perfección los sentimientos más duros que pueda albergar el ser humano. Méndez nos brinda un espejo en el que es fácil reconocerse porque todos, alguna vez, hemos ejercido de hijos, padres, dolientes o incluso agonizantes. Si bien habría que reprocharle a la existencia el que le pusiera tantos obstáculos, el que le impidiera vivir como ella soñó de joven (de forma audaz, moderna y cosmopolita, que dijo de ella Rubén Darío) sí es cierto que “gracias” a sus experiencias vitales versificadas, los lectores de poesía tenemos una cosmovisión gratuita y honesta del sufrimiento humano. Quizá en la Concha Méndez del destierro pervivía mucho de aquella jovencita que se codeaba con Lorca, Alberti, Cernuda, Guillén. Y es que no se encerró en las sombras de su casa a llorarse. Cogió la página en blanco y se abrió en carne viva. Sólo por eso, merecía estar hoy aquí.