Los extraterrestres tampoco traen la felicidad
Conocí a un tipo que se volvió loco y planeó escribir libros de autoayuda. O al menos empezó a darle vueltas a la idea de vivir de eso, de escribir ese tipo de libros y de dar conferencias sobre temas extraños, en los que vagamente se relacionarían los sueños, la vida después de la muerte y los extraterrestres. O cualquier otro delirio, qué más da. Siempre había sido un tipo callado pero vivía más o menos cerca de mi casa y coincidíamos a la vuelta, los fines de semana. No siempre. En el tren algunas veces, en el autobús casi siempre. Como era bastante soso lo evitaba o me sentaba con otras personas. Un día coincidimos y me confesó que su vida había dado un giro de 180 grados y que veía claro su futuro. Me habló ese día de cosas rarísimas. La última vez que lo había visto me había comentado algo de Nietzsche, de su libro Ecce homo, diciéndome que alguien como Nietzsche que se había vuelto majareta no podía ser más que digno de lástima. Cuando decía lástima quería decir desprecio. Le bastaba leer los títulos de los capítulos para darse cuenta de lo trastornado que había estado en sus últimos años el filósofo alemán. Lo decía muy en serio, como denunciando públicamente los delirios de Nietzsche. Meses después sería él el que se habría de volver majareta, aunque seguiría siendo tan aburrido y taciturno como siempre, si no más.
Después desapareció. Nunca más volví a verlo. Dejó la carrera. Duró un trimestre. Me parecía una carrera mucho más triste con alumnos como él. Esa es la verdad. Yo creía en la ciencia y en sus iluminaciones probadas, y aquel tipo era toda tristeza, cementerio, extraterrestres de goma verde y una bombilla en cada ojo. Ser feliz; estaba claro que nadie sería feliz, ni él ni yo ni nadie. Ser feliz, a ratos, eso sí, y el resto del día ocuparse con algo.
Digo, desapareció. Tenía un plan, decía. Todo de un día para otro. Más o menos. Sus padres tenían una churrasquería cerca de mi casa. Su hermano era un tipo normal que jugaba al baloncesto con nosotros. Él, en cambio, daba mal rollo. Qué rencores, qué mal se sale a veces de la juventud. Siempre se sale cojo de la juventud. De dos piernas o de una. Imaginé, no sé por qué, que años después lo encontraría en un banco. Sería el director de la oficina. Lo veía tan serio como siempre, encasquetado en su mesa. Parecía más afable y guardaba seguramente todos sus recuerdos en una caja de metal que sólo abría algún fin de semana. Quizá fuera cazador, para ir a matar jabalíes con sus amigotes directores de otras oficinas, y quizá algún día jugara a ponerse el cañón de la escopeta en la boca. Los extraterrestres no le habían traído la felicidad, aunque la esperanza es lo último que se pierde.