Era fácil confundirlos. No crecían lo debido y siempre tenían hambre. Sus padres eran hombres de los campos, una masa gris estremecida. Nunca sabían cuántos eran, cuántos se sentaban a la mesa. Los niños nacían y morían, perecían sin nombre, una lápida en el bosque. A veces una madre les lloraba, se apretaba el vientre y maldecía, pero no era lo corriente. Allí en el páramo el viento cortaba, y en la cama todo era más amable. Por eso crecían los niñitos como la hiedra, salían de todas partes y nadie los cuidaba. Nadie los quería y sin embargo allí estaban.
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Me voy, un tiempo. A jugar con los niñitos de la calle, a conocer a las muchachas. Vendré de vez en cuando, volveré con el invierno. Mientras, estaré a un correo de distancia.