Siempre había querido conducir un Citroën Tiburón negro. Para hacerlo, robé uno cuando vivía en París. Me pasé todo el día dando vueltas por la ciudad recreándome en la mirada envidiosa de los peatones. Al llegar la noche, lo dejé aparcado en el mismo lugar de donde lo cogí y me fui a buscar a mi novia a pie. Trabajaba a media jornada como camarera en un pequeño bistrot de la rue Foniet. Salió aireando su minifalda favorita y nos subimos en su Fiat Cincuecento rojo camino de su casa.
Sólo había una cosa que me hacía olvidar al gran Tiburón negro: el movimiento de piernas de Susanne cuando cambiaba de marchas.