En los Guildivernos hay un gran revuelo cada vez que la carreta mágica del Profesor Rossmann llega al pueblo. Se congregan en la plaza de Corbentraz hasta cincuenta o sesenta gentes ojipláticas y anhelisueñas dando palmas y coreando vivarrósmanes como posesas.
A las doce en punto de la noche ya se oye en los adoquines del parque el tamborileo claca claca de las características ruedas y esa musiquilla de magnetofón que lleva emotivo a Haendel a las ventanas abiertas con jazmines del paseo y a las esquinas de orín dorado bajo las farolas del callejón. El Profesor Rossmann abre el teloncito de fieltro colorado y con enorme fanfarria va anunciando sus elixires de la memoria del Palacio de Gabiria, que garantizan abrazos firmes con el pretérito: hablen ustedes con su mamá fallecida y con el sobrinito que estudia en Francia y hasta con los abedules altos de la sierra del setenta y tres, de no ser, les devuelvo su dinero. Los vivarrósmanes se escuchan más allá del río, y los muchachos lanzan boinas al techo de estrellitas y luna como en una graduación.
Primero Marcial Piñero se avanza a empujones de yo primero mangurrianes hasta la carreta. Se agarra al frasquito púrpura de bohemia y muy nervioso va entonando el glugluglú entre el silencio contenido de la concurrencia. No tarda mucho en empezar a llorar como una zagala sintiendo los bracitos del Jesusito muerto acariciándole vivo la barba. Luego va el viejo Cándido Márquez, que bebe más despacio y sólo sonríe enigmático hasta el final del trago y termina como es habitual devolviendo la botellita vacía al buen Profesor y agregando un ininteligible agradecimiento en ruso. Luego Clara Linares, más tranquila y pidiendo permiso, bebe y pasea a ojos cerrados con su Laurita por el espigón, Oliverio Tilín después, que antes de beber ya va sonriendo como un mentecato, Julián insolvente y enamorado, Andrés Gutiérrez boticario, Ramón Mújika, Pepón, María, Bartolo, Julio, Sandrita, Braulio y así todos y cada uno de los guildivernienses. La fiesta termina como siempre con el correspondiente barullo en la tasca y griterío de que beba el padre Antero, que beba el padre Antero, que beba el padre Antero comandado por el hijo tonto de la Paquita y un balbuceo de fondo del padre Antero de iros todos al infierno con los ojos rojos como gladiolos y el cuerpo del revés.
Y el clásico epílogo de la retirada de la carreta del Profesor Rossmann percutiendo en los adoquines del parque y llevando Haendel a las ventanas cerradas con jazmines del paseo y a las esquinas negras del callejón, perdiéndose en la noche.
En la madrugada, ya en la mitad del campo, en las afueras, acompañado de las bestias y el silencio, el Profesor Rossmann, Enrique Pérez Murrieta para los amigos, detiene el viejo magnetofón, se desabrocha la casaca de botones de oro y deja el sombrero francés de plumas y los fajos de billetes sobre el escritorio. Se precipita en el sillón como una fruta madura, se descalza y se lleva un frasquito púrpura de elixir de la memoria del Palacio de Gabiria bajo el bigote y cierra los ojos mientras de fondo musitan ús los búhos y sesean nanas las copas de los árboles. Y llora. Llora tan largo como la noche. No por abrazarse con un bello pretérito de anárquicos cabellos y sonrisa imposible, sino por el fuerte sabor a ginebra barata de su elixir.