El instante en que internet se desconectó estaba en clase revisando mis seguidores en Twitter. Tenía 7 612. Esas personas o entes iban a ser mi futuro. Esperaba que en poco tiempo fueran mis clientes: les vendería mis conocimientos acerca de redes sociales, marketing online, generación de tráfico, posicionamiento web, analítica web, diseño de páginas web… toda una serie de habilidades que había adquirido con los años y que, de pronto, no servían para nada.
Comprobé en el ordenador que no había ninguna red inalámbrica disponible. Tampoco con el móvil era posible conectarse. Mis compañeros cuchicheaban excitados. Observé que en cada pantalla se propagaban como una calamidad bíblica el fondo blanco y las palabras malditas:
Internet Explorer no puede mostrar la página web
Puede intentar lo siguiente:
Diagnosticar problemas de conexión
Miré el reloj desde la tranquilidad de la última fila. Restaban treinta minutos para que la clase finalizara. Habría que aguantar un rato sin internet. Tal vez podía escuchar lo que el profesor estaba diciendo. Hablaba acerca de la historia de la publicidad en televisión, un tema que no me interesaba lo más mínimo en tanto que la televisión era un medio acabado y arrodillado ante la todopoderosa red. La radio, los periódicos, los libros… eran también antiguallas cuyo lugar debía reservarse a la memoria y la nostalgia de hombres viejos. El futuro de la humanidad pasaba por una interconexión global y una transmisión de datos instantánea mediante los cauces de la tecnología informática. La misma idea de permanecer sentado oyendo lo que un profesor ya entrado en años había leído cuando tal vez fuera joven me disgustaba profundamente.
Los treinta minutos transcurrieron de manera exasperante. Podía escuchar el latido de cada segundo demorándose en el ambiente sombrío del aula. El profesor hablaba en un tono monótono y rápido, como si las palabras fueran burbujas que deseara expulsar cuanto antes. En las primeras filas, alguien tomaba apuntes. Sin embargo, en las últimas la mayoría se dedicaba a jugar al solitario, al buscaminas o entretenimientos similares. Otros parloteaban en voz baja, como si su única expectativa para matar el tiempo consistiera en que un compañero dijese algo ingenioso, lo cual no era demasiado probable.
Yo me limité a morderme las uñas con la vista fija en la esquina inferior derecha de la pantalla, donde el reloj se negaba a avanzar. El ordenador no me interesaba sin internet. No lo usaba para ver videos estúpidos, escuchar canciones malas o chatear con el primero que apareciese. Era el instrumento con el que pretendía edificar mi porvenir. Tenía en mente la creación de una empresa ambiciosa, para lo cual me había construido una cierta presencia en la red. Disponía de un buen número de contactos y un tráfico fluido hacia las diferentes páginas webs que me representaban. Pese a mi juventud (o gracias a ella), empezaba a ser una referencia en mi campo. En unos meses terminaría el grado en Publicidad y Relaciones Públicas y lanzaría mi campaña de promoción. Mi plan estaba trazado con meticulosidad para reducir al mínimo las posibilidades de fracaso. La inversión era mínima y las posibilidades de negocio brillantes.
En los últimos minutos de la clase, el profesor frenó el ritmo de su discurso. Tal vez se sintió presionado porque un pequeño porcentaje de alumnos que casi nunca le miraban parecían escucharle, o quizá había calculado mal y la lección que conocía de memoria estaba acabándose antes de tiempo. Era un hombre alto y delgado cuya voz aguda transmitía una notable inseguridad. Más de una vez había pensado que su presencia era otro signo de la decadencia de las universidades en general y de la mía en particular. Sin duda el momento más ridículo de sus lecciones era cuando preguntaba con una especie de sonrisa complaciente si había quedado todo claro, como si atribuyera la ausencia de dudas a la precisión de sus explicaciones y no a la manifiesta falta de interés que suscitaban.