Bueno, la poesía está ahí para ser leída. La poesía se recita. Ya de pequeño, en clase, hacía los honores. Pero sin maraca sensiblera, aunque no sin cierta emoción. A mi hija le leo algo de vez en cuando, pero prefiero no ponerme muy serio, no quiero espantarla, así que puedo leerle a Gloria Fuertes con la entonación Alberti, que es muy pegajosa y divertida, y a Alberti con la voz de Gloria Fuertes. Como traca final me convierto en Neruda, y me arrastro por los versos lento y campanudo, poniendo caras. Eso la mata de risa.
Si voy a la poesía que prefiero, Pimentel, Rosalía, alguno de mis gallegos, o alguno de los Machado, JRJ, entonces sólo leo y dejo a un lado el acento de poeta. Le aburre, claro, pero escucha encandilada el sonido de las palabras.
El problema quizá de la poesía es que ya no se recita. Se lee como el periódico o como una novela, en silencio y con prisa. Y así la poesía puede ser un galimatías susurrado. No, el poeta no es un tamborilero, como decía Unamuno, pero la poesía también es música. Entra por el oído.
Me pasa con Bernhard y me pasa con otros autores; los leo con ganas de escuchar lo que leo. Y no tanto leer en alto para alguien sino por pronunciar esas frases y el silencio entre ellas. Eso no quiere decir que sean mejores o peores esos autores. Sin duda es una virtud de la prosa, pero hay autores muy grandes que no piden esa voz. Leía el otro día Goethe se muere, la recopilación de cuatro relatos de Bernhard que acaba de editar Alianza. Y fue con Reencuentro, el mejor relato del libro, cuando me entraron ganas de recitar esas frases. Buena parte de culpa es sin duda de Miguel Sáenz.