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Entrevista en la radio a Javier Rebollo, director de cine. Nunca he visto una película de Rebollo. Da igual. Pongamos, para entendernos, por lo que intuyo, que no hace cine pensando en las palomitas que se van a vender con su película. Hablan de una crítica demoledora. Por un momento pensé que iban a hablar de las hemorroides. No sale el nombre del apaleador, pero no hace falta. Qué sólida reputación la del crítico ladrador; vaya por donde vaya deja un reguero de damnificados. Si España tuviera programa espacial y lanzase cohetes al espacio infinito sin duda su nombre figuraría entre los candidatos a formar parte de la tripulación, como en su momento la perra Laika. Un día vi un vídeo suyo hablando de una película, zanjando una cuestión como quien dice. Era un señor con ojillos de topo y la expresión de eterno dispépsico. Pensé en lo triste y sacrificada que debía ser su vida, obligado a jornadas larguísimas visionando películas que no quería ver, en una interminable oscuridad. Un niño castigado contra una pared. Así que debería comprenderse también al crítico. Lo peor es quizá que escribe muy mal. Pueden destrozarle a uno un libro o una película, pero no con esa prosa que hay que repasar una y otra vez, como un afeitado con una cuchilla que no corta. Es para volverse loco, esas ristras de adjetivos repartidas un poco al azar.
Si es que la mayoría de las películas son malísimas. Hacer una película buena es complicadísimo. Esos ciento y la madre de los que hablaba sorprendido Azorín al ver el rodaje de una película tienen que tener todos su día para que la película dé el pego. Si se habla de arte o belleza, es algo prácticamente imposible. Y si se pide entretenimiento puro, para qué ponernos tan serios.
Si sólo tuvieran derecho a vivir los genios no se salvaba nadie. Y menos que nadie los genios, que viven de las sobras que no quieren los mediocres, como las rémoras.