"Cada momento perdido es la vida. Es incognoscible, excepto para nosotros mismos, cada uno de nosotros inexpresablemente, este hombre, esta mujer. La infancia es vida perdida y reclamada segundo por segundo" (Punto Omega, Don DeLillo)
El portero es un tipo agrio y mayor, con el pelo graso y una camisa gris metida sólo por un lado. Me increpa: "¿Sabes cómo va esto?". Y me entrega una tarjeta roja. Huele a crisis económica y a Brummel. Lleva un bigote anacrónico de cuñado del dueño del local. Todo esto es demasiado poligonero como para estar por encima de la Diagonal. Supongo que no estamos lo bastante por encima, en realidad.
Cojo la tarjeta roja y digo: "Sí". Pero, el tío repite escupiéndome: "¿Sabes cómo va?". Y digo: "Sí". Me limpio el perdigón de saliva de la mejilla con dos dedos, mientras me explica: "Te tomas una copa y te la cambian por una tarjeta verde para poder salir". No sé para qué me pregunta si va a explicármelo de todas formas.
Dentro hace calor. Mucho más calor que en la calle. Pero los chicos no van sin camiseta, ni las chicas llevan abanico, como en otros lugares que frecuento. Por cada gorda, hay cinco babosos sonrientes que les abren paso por la pista. De todos ellos, hasta el más tonto va al gimnasio. Es un freakshow, un concurso de tener los bíceps más grandes que la cabeza.
Me dirijo directamente a la barra con mis amigos. Lázaro me dice:
—¿Qué vas a tomar?
—Cualquier cosa para que me dejen salir de este sitio de mierda.
Lázaro se ríe a carcajadas y me besa en la mejilla. Está borracho. Recibo un mensaje de texto en el móvil. De los que valen dinero. Es otra vez ese número desconocido.
"Maria dime como eres anda guapa". [sic]
Llevo todo el día recibiendo mensajes de este tipo. El primero fue por la mañana, en la oficina. Estaba desglosando la factura de un cliente que tenía al teléfono:
"Maria yo me llamo frank y soi de madrid los mensajes mandamelos a este y la foto de tu coño al otro numero". [sic]
Recibir un mensaje así a plena luz del día, en medio de la aséptica rutina puede ser terrorífico. Yo estoy a lo mío, con mi café, mis facturas y mis reclamaciones. No quiero que irrumpa en mi imaginario un tal Frank de Madrid y el coño de María. Obviamente, no respondí. Demasiado perturbador. Sentía la necesidad de fingir que aquello no había sucedido. Pero, más tarde, a mediodía:
"te follaria ahora mismo maria". [sic]
Pido un gin tonic. La camarera masca chicle. No me pregunta qué ginebra quiero, lo que me parece genial, porque me da lo mismo. Coloca frente a mí un vaso de tubo con dos cubitos. Lo llena hasta la mitad de Larios y deja a su lado un botellín de Schweppes. Le pago con billete pequeño mirándome en el espejo del otro lado de la barra. ¿Qué hago aquí? Tengo ojeras. Me trae el cambio en seguida. Me pone en la mano la tarjeta verde, mi carta de libertad. Arrojo la tónica sobre la ginebra hasta que el vaso rebosa. Escojo una caña y me doy la vuelta. Un gin tonic barato con una pajita rosa: son esas cosas que hago algunas veces.
"Hola maria que estas?". [sic]
En la pista dos chicos rastrean su entorno. Actúan de dos en dos, como los velociraptores. Bailan cerca de una fea, bajita, con las tetas operadas. Un cardo de pechos descomunales es la presa perfecta, a juzgar por las ganas que le ponen. Pero ella se considera mejor que todo eso y se aleja con aires de grandeza. En tres segundos, una rubia mal teñida y más fea la sustituye como nuevo objetivo de los buitres.
—Esos tíos son gilipollas —le digo a Lázaro—, pero aún así, valen mucho más que los callos que les rechazan. No sé si se dan cuenta.
—No lo has entendido —responde.
—¿El qué?
—Les da igual si valen más o valen menos. Se trata de echar un polvo.
Trato de no juzgarlos. Estoy cansado. He venido aquí por un cumpleaños. Nunca sé a qué hora puede irse uno sin parecer maleducado. De todas formas, ya no queda mucho para que abran el metro.
A pesar de lo bizarro, no me siento mejor que todos estos pagafantas que bailan delante de mí. Hasta Frank de Madrid empieza a parecerme tierno:
"Hola cariño luego te llamo un beso o yamame tu si quieres" [sic]
Sus mensajes no tienen sentido. Si ni siquiera le he contestado. ¿Qué hago si me llama? ¿Respondo? Si llama, me va a dar un ataque. Puede que María ni exista. Por un momento me imagino un señor mayor enviando mensajes a números de teléfono al azar, inventándose nombres de mujer, tratando de acertar. No sé por qué pero, con el alcohol y en este ambiente, no me parece tan descabellado.
—Vámonos, Lázaro. Este lugar es deprimente.
—Vale, aviso a los demás.
Le doy con desinterés la tarjeta verde al portero de la camisa gris. En la calle, hay un montón de gente. La mayoría, fumando. Un tío se tropieza conmigo. Su aliento desprende olor a tres licores distintos. Está con dos chicas y un chico. Pregunta:
—¿A quién crees que debería follarme esta noche a ésta o a ésta?
Las señala con el dedo. Ellas están serias, pero tampoco parecen molestas con el comentario.
—A las dos —responde el colega.
Amanece a lo lejos. El suelo está lleno de vasos de plástico y colillas. Mi móvil se ha quedado sin batería. Otra noche perdida. Otra noche absurda en la que no he conseguido divertirme. Otro montón de instantes que se van sin remedio. Me despido de mis amigos. Le doy dos besos al chico del cumpleaños. Felicidades, buenas noches. Y camino hacia el metro arrastrando los pies. Lázaro me dice: "Qué vida". Pero ya no tenemos quince años. Ya no suena irónico como antes.