Lo peor de que dos hombres te agredan no es el dolor del cuerpo. Es aquello que permanece, incluso 16 meses después. Lo peor de que dos hombres te agredan no es el dolor del cuerpo. Lo peor no es el abuso de su fuerza física, de su superioridad numérica. Lo peor de que un hombre te insulte no es descubrir su enfermedad. Es saber que reclamar respeto aumentará su grito, saber que si hablas, vendrá su cuerpo. Es saber que intentar defenderte sólo empeorará las cosas. Ellos esperan que me incline, que les tema. Lo peor de que dos hombres te agredan no es el dolor. Olvidadlo. No sus risas. Lo peor no es el pinchazo en el oído. Ni el crujido en la mandíbula. No el cabello negro entre sus manos. Lo peor no es tampoco lo siguiente: las horas interminables pasadas en la habitación oscura. La privación de luz, de tiempo. La privación de libertad. Lo peor no son los lamentos de los demás encerrados. Sus cantos roncos y sus gritos. No las muñecas hinchadas por las esposas. No la esterilla con olor a orina, la infección, después, en los ojos. Porque el cuerpo se sobrepone. El cuerpo se sobrepone. Lo peor no es sentir cómo desean consumirte, no es saber que tras tu cuerpo atacarán tu mente, que no pararán hasta ver cómo empequeñeces mientras avanzas hacia la celda más húmeda. "Llevadla a la celda de las ratas", dijeron, riendo, antes de desaparecer. Lo peor no está en esa violencia. Lo peor no es ni siquiera la oscuridad de esos metros, sino aquello que no puede destruirse. Lo peor, lo peor, sin duda, es su impunidad. Es saber que en otras circunstancias, si los agresores no hubieran sido ciudadanos de uniforme, habrían sido ya juzgados y condenados, es saber que habrían archivado ya sus fotos en lugar de las mías: perfil, frente, con un número a la altura del cuello. Y junto a ellas, ya también, las huellas de diez dedos. Pero la policía conoce su fuerza, como yo sé que aún caminarán sobre mí. Como sé que sus voces son diez veces mi voz, que repetirán mi historia, continuamente. Ellos, sus espaldas cubiertas y el extraño placer de inducir miedo. Ese sadismo protegido. Mientras yo aspiro sólo al reposo de saber que no pudieron apagarme. Que siempre esperaron verme asustada. Mis lágrimas. Y que siempre esperarán.
agresión policial, un día sin luz
Lo peor de que dos hombres te agredan no es el dolor del cuerpo. Es aquello que permanece, incluso 16 meses después. Lo peor de que dos hombres te agredan no es el dolor del cuerpo. Lo peor no es el abuso de su fuerza física, de su superioridad numérica. Lo peor de que un hombre te insulte no es descubrir su enfermedad. Es saber que reclamar respeto aumentará su grito, saber que si hablas, vendrá su cuerpo. Es saber que intentar defenderte sólo empeorará las cosas. Ellos esperan que me incline, que les tema. Lo peor de que dos hombres te agredan no es el dolor. Olvidadlo. No sus risas. Lo peor no es el pinchazo en el oído. Ni el crujido en la mandíbula. No el cabello negro entre sus manos. Lo peor no es tampoco lo siguiente: las horas interminables pasadas en la habitación oscura. La privación de luz, de tiempo. La privación de libertad. Lo peor no son los lamentos de los demás encerrados. Sus cantos roncos y sus gritos. No las muñecas hinchadas por las esposas. No la esterilla con olor a orina, la infección, después, en los ojos. Porque el cuerpo se sobrepone. El cuerpo se sobrepone. Lo peor no es sentir cómo desean consumirte, no es saber que tras tu cuerpo atacarán tu mente, que no pararán hasta ver cómo empequeñeces mientras avanzas hacia la celda más húmeda. "Llevadla a la celda de las ratas", dijeron, riendo, antes de desaparecer. Lo peor no está en esa violencia. Lo peor no es ni siquiera la oscuridad de esos metros, sino aquello que no puede destruirse. Lo peor, lo peor, sin duda, es su impunidad. Es saber que en otras circunstancias, si los agresores no hubieran sido ciudadanos de uniforme, habrían sido ya juzgados y condenados, es saber que habrían archivado ya sus fotos en lugar de las mías: perfil, frente, con un número a la altura del cuello. Y junto a ellas, ya también, las huellas de diez dedos. Pero la policía conoce su fuerza, como yo sé que aún caminarán sobre mí. Como sé que sus voces son diez veces mi voz, que repetirán mi historia, continuamente. Ellos, sus espaldas cubiertas y el extraño placer de inducir miedo. Ese sadismo protegido. Mientras yo aspiro sólo al reposo de saber que no pudieron apagarme. Que siempre esperaron verme asustada. Mis lágrimas. Y que siempre esperarán.