Cuidaba aquellas tardes del espíritu de los muertos. Agazapada entre las sombras, en lo profundo del cuarto, sentía brotar de las paredes lenguas y salivas, voces claras que silbaban por encima de mi cabeza. A veces una risa, un aleteo, y el murmullo cesaba. Era entonces cuando, vestida con la piel de los cobardes, cruzaba de puntillas aquel cuarto tumba y sacudía la miseria junto a las alfombras.
Nunca se quejaban. Adiós, adiós, decían. Y sus voces acariciaban las calles y los cuerpos, y a veces alguien se volvía y me miraba.
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