Fuimos veintipico años de impaciencia.

(Collage de Linder Sterling)

Íbamos descalzos, desnudos sobre los tejados de alambre, sobre los despojos de noches anteriores, de apocalipsis que pensamos que serían muerte, que nos asfixiarían sin que pudiéramos ahuyentarnos. Vimos fuego y sacamos los mecheros como armas arrojadizas, como defensa y ataque, como calor externo al cuerpo, como quemaduras que huelen a plástico. Venía de otro pueblo, de la frontera más próxima, y oímos aullidos humanos, eran bebés siendo quemados –dijimos- eran neonatos sufriendo la peor de las despedidas y no éramos nosotros, nosotros correteábamos por las alturas sin más sufrimiento que la escasez de tabaco, que la finitud del amor, que la huída del calor de madrugada. Gritamos fuerte y nos rozamos creyendo así en el surgimiento del propio fuego, creyendo así solidarizarnos con esas desdichas efímeras y apurando el alcohol restante para fundirnos con la última llama de los mecheros, con el fogonazo que nos haría parte de esos tonos grises para siempre. Aullamos al amanecer pero no fue suficiente. 45 metros sí lo fueron, y al final fuimos asfalto, fuimos gritos de vecinos en domingo, fuimos el final de las hogueras de ese año, fuimos la certeza del delirio, fuimos veintipico años de impaciencia.

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