Fíjense ahora en la muchacha, dorada por la luz de la mañana. Ríe como los niños, la criatura, como los animalillos que juegan en el jardín con las dóciles criadas. Sabe que la observan, allá en el porche, sabe que los ojos de los hombres atisban y se clavan en la carne, en el cuerpecito bronceado por el sol y la montaña. Escucha trémula las voces que se alzan, el sonido diáfano de la charla acompasada, mientras busca a su vez, con esos ojos suyos, a través del tumulto de miradas, la figura recortada de la mujer japonesa. Pero no hay rastro de ella. Parece haberse esfumado dentro de la casa, o quizás saborea la mañana aparte del mundo, en un lugar donde nadie puede alcanzarla. Cansada de la vida o del verano, huye y encuentra cobijo fuera de la vista de la muchacha. La mujer japonesa, el único hombre que le interesa a ella.
Fíjense ahora en la muchacha. Se adormece la tarde entre sus manos ajadas. Fíjense en esos ojos suyos, en la luz que derraman. No está aquí, la que una vez fue joven. No está aquí Francesca de mi vida, como no lo está el verano que sus pupilas reclaman.
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