El único regalo de la literatura es pertenecer a un mundo irreal. El mundo real es una herencia cruel, servida en bandeja de plata, por un mayordomo teócrata, que corta el cordón umbilical. Irreal como adornado, blando, e incipiente, como el vello púbico en la infancia. Irreal como los muyahidines que suben a los minaretes de mi cabeza y, poco a poco, disparan la letanía de voces. Que convierte algunas palabras en emperadores, al menos, durante algunos segundos. Y después del confeti, sólo queda limpiar las frases, como un arqueólogo quita el polvo, con un cepillo suave, de algo que cree un descubrimiento. Regar la calle, rezarle al asfalto mojado, y atarse los cordones. Podría escribir una palabra en la luna empañada de cada coche. Y construir así, un poema de muerte y frío, que atravesara la ciudad. Deberíamos enfrentarnos, en un cuerpo a cuerpo, hoy, que os sentís poderosos en vuestras resacas. Aquí, en el barro en el que se trenzan las frases. Desnúdate. Los cuerpos teñidos de pintura fluorescente han salido a volar como libélulas. Todavía brilla algo dentro de nosotros. El único regalo de la literatura es pertenecer a un mundo irreal.