La belleza de los monstruos.

(Fotografía de Diane Arbus)

Es como desmenuzarse entre los pétalos de los árboles o entre los troncos de las rosas. Es como agacharse para recogerlos, olerlos y que la alergia floral no se cobre vidas más allá del bosque. Es como ser minúscula –una niña durmiente de palabras esdrújulas- mientras despega el vestido de la tela rasgada y las espinas muerden la cara interior del muslo. Es como hundirse en la arena dentro del espejismo de la existencia del bosque, tejer una ruta con los pulgares hasta que se reblandezcan las uñas por el agua y sentir el cuerpo flotando en la nueva fosa oculta bajo toda la vegetación, caliente pese a la frialdad del agua.

Es como huir de la sombra verde y esconderte bajo la cama esperando que las pelusas te reciten canciones bonitas. Mientras, tus utopías destierran muertos que no son muertos sino desaparecidos famosos y tienes miedo de la pulcritud del blanco –ha engullido todas las pelusas y la música de las sombras ha enmudecido para siempre-. Miedo de la minuciosidad del aire bajo el colchón. Miedo de enmudecer, recrudecerte y comenzar a asustar niños de madrugada. Miedo de enamorarte de la belleza de los monstruos y convertirte en uno ellos para saborear sus chillidos y balbuceos y así recuperar el habla.

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