"Claro que lo entiendo. Incluso un niño de cuatro años podría entenderlo. ¡Que me traigan un niño de cuatro años!" (Groucho Marx, Sopa de Ganso)
Llegué con diez minutos de antelación. Mi jefe prácticamente me lo había suplicado:
—Por favor, Fermín, es importante.
—Llegaré puntual.
—Pero, puntual. Nada de cinco minutos tarde.
—Lo intentaré.
Hacía tiempo que no le veía tan nervioso. Eso de reunirse con los directivos de la empresa no le sentaba bien.
Aquella tarde no tuve tiempo de hacer la siesta. Me lavé la cara con violencia. Me cepillé los dientes. Me cambié de pantalones y me puse un sudadera discreta. Para asegurarme de no quedar mal con mi jefe, salí de casa veinte minutos antes de lo previsto.
De esta manera fue como llegué con diez minutos de antelación y tuve que esperar a los directivos durante media hora.
La diferencia entre un directivo y un trabajador es que si un trabajador llega tarde es porque es un irresponsable; si un directivo llega tarde es porque tiene mucho trabajo.
—Lo siento, hemos estado hasta arriba de trabajo esta mañana -se disculpó el coronel Mostaza. Era un tipo obeso, de los que no se quitan la americana para no mostrar sus cercos de sudor transpirando bajo las mangas de su camisa. Uno de esos ejecutivos que se desabrochan cuatro botones y no les importa mostrar el pelo de su pecho asomando porque creen que son lo bastante hombres y no hacen el ridículo.
—Muy bien, Fermín. Así que tú dominas el inglis pitinglis...
La diferencia entre un trabajador y un directivo es que cuando el directivo hace bromas imbéciles, el trabajador sonríe.
—A little bit —respondí.
Mi jefe no paraba de moverse. No sabía donde ponerse. La señorita Blanco y la señorita Amapola ya habían tomado asiento. Faltaban sillas en aquella sala de reuniones ridícula.
—¿Queréis tomar algo? ¿Un refresco, un café?
—Para mí, un café —solicitó el coronel Mostaza sin levantar la vista de sus papeles.
La señorita Blanco no quiso nada. El Profesor Plum, entrando en ese instante, pidió un vaso de agua.
—Sí, mejor trae una botella grande —dijo la señorita Amapola.
Yo sentí la tentación de pedir un café con leche sólo para ver cómo mi jefe me lo servía.
Sólo para que, por una vez, me trajera un café con leche alguien que no fuera un camarero.
Pero no dije nada y nadie me preguntó.
Una vez todo el mundo tuvo una silla donde sentarse y su trago solicitado, empezaron a explicarme en qué consistiría mi nueva tarea. Se trataba de responder emails de nuestros clientes de Australia y Estados Unidos. Parecía sencillo, pero la explicación duró casi dos horas.La señorita Amapola necesitaba que habláramos mirando hacia ella para que pudiera leernos los labios. Yo no entendía nada porque había hablado con ella muchas veces por teléfono.
Así que el coronel iba proyectando diferentes ejemplos de mensajes:
—Mira, aquí tienes un cliente que pregunta cuándo tendrá su pedido. ¿Ves? Y esto es un cliente que hace un pedido nuevo. Y ahora otro mensaje igual que el primero.
Mientras, yo no podía dejar de pensar: ¿La señorita Amapola es sorda? ¿Desde cuándo? ¿Piensan decirme lo que van a pagarme? ¿Cómo he acabado yo aquí?
La señorita Blanco era la única en la sala que también hablaba inglés, pero era demasiado importante como para perder su valioso tiempo respondiendo emails. Llevaba falda negra y gafas de pasta.
—Disculpe, coronel Mostaza, pero se está equivocando. Este cliente no hace una reclamación, lo que solicita es duplicar un pedido -dijo tocándose el pelo.
—Sí, eso he dicho —contestaba el orgullo dolido del coronel.
—¿Puedes repetir eso último mirándome? —insistía la presunta sorda.
Mientras, el profesor Plum, experto de nuestro laboratorio, entraba y salía de la reunión hablando por su teléfono móvil. Era un tipo pálido y delgado que amaba su trabajo. Probablemente fuera lo único en su vida que valiera la pena amar. La función de mi jefe era apretar un botón para que avanzara el powerpoint.
De pronto, hubo un momento en que terminaron. Llevaban una hora repitiendo lo mismo así que podría haber durado eternamente. Mis dudas seguían sin responderse. ¿Cómo una sorda puede trabajar atendiendo el teléfono? ¿Valía la pena toda aquella mierda solo por llevarme unos euros extra a final de mes?
—¿Lo has entendido?
el coronel mostaza se rascaba su escote velludo. Se creía un tipo elegante.
el coronel mostaza se rascaba su escote velludo. Se creía un tipo elegante.
—Sí.
—¿Tienes alguna pregunta?
—No.
—Perdona, ¿puedes repetir eso último mirándome?
—No.
Mi jefe me dijo: Puedes irte.
No tenía ni idea de lo que tenía que hacer ni de cuándo empezaba, pero pensé que ya lo aprendería sobre la marcha. Como siempre. Salí de la oficina despacio. Los directivos sonreían como si se hubieran quitado de encima un marrón engorroso. Pensaban que nunca más volverían a saber de mí. Pero al día siguiente, la señorita Amapola llamó a mi jefe y le dijo:
—Tenemos que hablar de Fermín.