TIEMPOS PSICÓTICOS

Dos peces van nadando por el mar. Se encuentran con otro pez que les dice: Eh, chicos, ¿cómo está el agua? Los dos peces pasan de largo asustados. Se alejan nadando. Al cabo de un tiempo, uno de ellos le pregunta al otro: ¿Qué coño es el agua?


1. Mi jefe era un tío majo, más o menos de mi edad. Con barba. Vestía tejanos y camisa, aunque casi nunca la llevaba metida por dentro. Hablaba bajo, despacio. Tenía un cartel encima de su ordenador que decía: "AKI VA EL SOSO", y se sentaba justo detrás de mí. Se colocaba las gafas cada vez que quería hablar contigo, cosa que no sucedía nunca. Excepto aquella mañana.
Yo me sentaba al principio de uno de los pasillos del final. Cuando llegaba tarde, toda la empresa me veía entrar porque tenía que recorrer la sala entera hasta mi sitio. Nunca me retrasaba exageradamente, pero sí era habitual salir justo de tiempo y fichar dos o tres minutos tarde. Me sentaba sin dar los buenos días y mi jefe no me decía nada, aunque a veces me lo descontaban del sueldo.
Mi jefe era jefe pero no lo bastante como para tener un despacho propio. Sus superiores sí lo tenían. Él no. Se sentaba, como te digo, detrás de mí, con la peculiaridad que quedábamos de espaldas. Cada uno se enfrascaba en su ordenador y ninguno de los dos veía al otro a no ser que se girara. A veces tenía la sensación de que me observaba, pero no lo hacía. Estaba todo en mi cabeza. Él ya tenía bastantes problemas como para estar pendiente de mí.
Mi cubículo se distinguía del suyo por los dibujos, los pósits y el póster de James Franco que yo tenía colgados. Un día los jefes de mi jefe venían de visita con sus trajes, sus corbatas y sus maletines, así que lo arrancaron todo antes de que yo llegara para causar buena imagen. Mi jefe quería agradarles, como suele ser lo normal.
Todo el mundo quiere complacer a los que mandan por encima suyo por si en el futuro pudiera serles útil. Mi jefe era así. Los jefes de mi jefe también le chupaban el culo a los suyos cuando les visitaban para simular que los tenían controlados. Hasta el presidente del gobierno contentaba por entonces a sus jefes en Europa. Les obedecía y les hacía patéticas reverencias cuando convenía. Los jefes de los jefes del presidente eran los mercados. Para mí todo aquello no era más que un montón de miedo acumulado.

2. Aquella mañana llegué siete minutos tarde porque me costó más de lo habitual salir de la cama. La jornada transcurría con atroz normalidad. Me dediqué a merodear twitter y facebook desde mi móvil mientras algunos clientes suplicaban al teléfono que resolviera problemas que estaban fuera de mi competencia. Este pequeño detalle no me estaba permitido decirlo. Mis compañeras se reían de alguna anécdota anodina que no logré entender porque me sentaba demasiado lejos de ellas.
Cada vez tenía más compañeras y menos compañeros. Cada vez más mayores y con más hijos. Las malvadas psicólogas de Recursos Humanos habían llegado a la conclusión de que las madres eran más dóciles que los estudiantes. Mientras a mí no me afectaba nada de lo que me dijeran, ellas obedecían ciegamente por temor a ser despedidas, sin necesidad de que nadie las amenazara. Eran tiempos psicóticos.
De pronto mi jefe se dio la vuelta. No era algo habitual. Si se daba la vuelta es que pasaba algo. Desde que arrancaron mi póster de James Franco podía seguir sus movimientos reflejados en el cristal. Llevaba una camisa blanca de manga corta. Se giró y me dijo:
Cuando puedas te reunes conmigo.

3. Mi jefe era jefe pero no tanto como para tener una sala de reuniones a su disposición. Así que me llevó a una mesa del office donde la gente solía ir a desayunar y se sentó frente a mí por primera vez en más de un año. No recuerdo si tenía miedo de que me despidiera o lo estaba deseando. Él, sacudiéndose unas migas de pan de los codos, me preguntó:
¿Te acuerdas de aquellos correos en inglés de clientes extranjeros que te enseñé?
Los recordaba porque hasta un niño de primaria podría traducir aquellos pedidos.
Dije: "Sí".
Pues vas a tener que encargarte tú. Eres el único que habla inglés. Te vamos a pagar un plus por el idioma.
¿Cuánto? pregunté.
No lo sé.
De acuerdo dije.
Al volver a mi sitio no sabía si estaba contento o deprimido. Todas mis compañeras se giraron como si vieran volver a un preso del corredor de la muerte. Les dije:
Tranquilas, todavía no me han despedido.
A lo que mi jefe añadió:
Tú vas a durar aquí más que yo...
Entonces, sentí un miedo terrible.

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