La monotonía de la propaganda católica disipa las dudas sobre la voluntad de sus santidades en lo que concierne a la imaginería religiosa actual. La devoción, además, no admite ironías. Señor, señor, ¿por qué nos has abandonado?
El otro día me acerqué a La Almudena para ver si el kitsch con el que el fundador de la Institución Teresiana era celebrado seguía luciendo por obra y gracia de Kiko Argüello en su humilde capilla. Cuál fue mi sorpresa al comprobar que probablemente aquellas imágenes sólo habían transitado en mis sueños, como viene siendo habitual. La materia del sueño, o de la pesadilla, no es rara. Recuerdo que en aquella época cayó en mis manos un artículo sobre el inquietante fundador del Camino Neocatecumenal, artículo en el que el mencionado sujeto se declaraba artista y seguidor de Nietzsche. Además, mi pueblo está lleno de kikos y yo estudié con la teresianas, que colgaban por todo el colegio el mismo póster de Pedro Poveda, con aquella mirada triste y redonda.
El arte ha huido de las iglesias, los publicistas aún no han entrado, y yo no sé qué prefiero, si abrir con amor y seriedad los brazos a ese Hijo de Dios que hoy es un híbrido de cuadros de unicornios corriendo entre las nubes y Jesucristo Superstar, o postrarme ante las tétricas monjas y sibilinos padres que cuelgan de las paredes de la catedral madrileña. La estética de guitarra, palmas y buen rollo de cristianos de base izquierdosos no debía de gustarle mucho a sus eminencias castizas, pero como la Iglesia tiene que acercarse al pueblo eran necesarias algunas concesiones. La Almudena muestra esa tensión entre cantautor de misa y beata como Dios manda, con cilicio, aliento rancio y sordidez. Como si al abrir los ojos para ver quién te acaricia con tanta devoción te encontraras con la mirada severa y las uñas largas, negras y brutales de la madre superiora. ¿Que no?:
Aquí la Hermana Maravillas, que se colgaba del pelo para ver a Dios:
San José María Escrivá de Balaguer, con su raya al lado y su amor por los trabajadores cualificados del mundo:
Esta mujer que vuela, y de la que salen dos borgianas sombras simétricas, es Nuestra Señora de la Vida Mística:
Todos nos damos de bruces con aquello de lo que vamos huyendo. En realidad, y como diría cualquier manual de autoayuda, el fantasma está en nuestro interior, y en lugar de arrojarlo al fuego echamos a correr con él dentro. Digo esto porque de la mística señora emanan unos ángeles que a mí me recuerdan a sátiros o a demonios, y que la contemplan con algo que no se parece demasiado a la pureza. ¿Serán sus fantasmas? En caso afirmativo, eso explicaría lo quietecita que está. Los tiene a pan y agua, la tía.
Por cierto, en la puerta de la catedral puede admirarse un relieve en hierro con la cabecita arrugada de Rouco oficiando una misa. Lo rodean el rey don Juan Carlos y la reina doña Sofía con pinta de Barbie y Kent, y a sus pies la madre de su majestad en silla de ruedas. Todos parecen felices escuchando la Palabra Divina, que debe de salir fina y tiesísima de los labios del Presidente de la Conferencia Episcopal. Ah, me invade una emoción que no sé si es sacrílega.