Mi padre colecciona reenviados. Los guarda en carpetas. Está la carpeta Animales, la carpeta Paisajes, la carpeta Amor, la carpeta Jefe y la carpeta Madrid. Esta última contiene fotos antiguas que servidora pensaba utilizar durante sus casi tres meses de exilio estival para hablar de una periferia que ya no existe. Por ejemplo, a través de esta de Cuatro Caminos:
La idea era combinar las fotos con citas de, se me ocurre, Rafael Sánchez Ferlosio, Pío Baroja o Rosa Chacel. Es decir: con citas de libros que hayan retratado aquella periferia en tiempo real. Iba pues a dedicarme con cierta intensidad a la literatura española. Menciono a Baroja, a Ferlosio y a Chacel porque son los autores que mejor he leído, pero el plan incluía solucionar mis lagunas patrias, así que empecé con Rafael Chirbes: Los disparos del cazador. Me gustó mucho. Encontré estas brevísimas apreciaciones, adecuadas para este blog, pero famélicas por lo que respectaba a mi pretensión:
«Me llevó más arriba de Cuatro Caminos, y me indicó con el índice aquel paisaje desolado de hierbas quemadas por el invierno y desmontes.
"¿Qué ves?", me preguntó. Y yo le respondí que veía un campo mísero que me hacía añorar la dulzura mediterránea de nuestra tierra. Se echó a reír. "No eres muy largo de vista, Carlos." Le dije que si lo que me pedía era una enumeración, veía barbechos, unas chabolas protegidas por los desniveles, niños que escarbaban en los vertederos y algunos perros. Ahora, su risa se había convertido en una sonora carcajada. "Ten cuidado, no sea que los perros no te dejen ver el oro."»
El asunto empezó y acabó con Chirbes. Por razones que no vienen al caso, me tuve que poner a leer toneladas de literatura española actual. Se trataba de un desvío en verdad pequeño (Chirbes es literatura española actual), que sin embargo arruinaba mis futuros post. Encontré, sí, mucho Madrid, especialmente el preguerracivilista: ya no se trataba pues del autor trasponiendo en estilo lo que veía, o lo que había visto, sino de recreaciones de recreaciones de recreaciones de la Gran Vía, de Huertas y de Sol, y también de la Residencia de Estudiantes, que es casi lo más periférico que aparece en las novelas de preguerra y guerra. Aun cuando están bien hechas y se atreven a meterse por andurriales, no hay quien las salve del olor a comida precocinada. Y yo quería comerme el plato crudo.
He aquí lo que entiendo por comida precocinada:
«Llegué a Madrid y en cuanto me di el primer paseo por la plaza de Santa Ana entre los limpiabotas y las verduleras fue como si me encontrara en Nueva York. Me gustan los españoles. Me caen bien, como vosotros decís. Me gustan los tranvías tan lentos y destartalados y me gustan las macetas de geranios rojos en los balcones. Me gusta lo mismo el Rastro que el Museo del Prado.»
El fragmento pertenece a La noche de los tiempos, de Antonio Muñoz Molina. Quien habla es una extranjera, lo que supongo que justifica que su paisaje parezca salido de una Oficina de Turismo retrospectiva: nada que objetar en términos de verosimilitud. Sin embargo, como lectora habría preferido que la personaja me hablara, qué se yo, de su escupidera. De una calle que ya no existe. De cualquier patraña que se le hubiese pasado por la cabeza al autor, y que no tuviera que ver con el Madrid del imaginario colectivo. Ojo, no estoy juzgando La noche de los tiempos por estas cuatro líneas. De lo que hablo es del tratamiento cansino de ciertos escenarios en la literatura y en el cine. Estoy harta de los lugares emblemáticos. De Central Park, del Rastro, de la Rive Gauche y de Trafalgar Square. Entramos ahí y los discursos ya están hechos. Por favor, háblenme de Tragacete: seguro que van a tener que pensarse dos veces dónde ponen la mirada. Mi novio dice que el mejor eslogan para los turolenses habría sido el de «Teruel no existe», lo que me lleva a pensar que tal vez la gran novela sobre la guerra civil llegue cuando ésta deje de morar nuestras automatizadas cabezas. Por lo menos en términos paisajísticos.