La casa del fin del mundo


Ocurre así: durante años estoy segura de haber atravesado varias veces una ciudad mediana en algún lugar de La Mancha de cuyo nombre no me acuerdo porque los nombres no importaban nada; también afirmo haber visto el cauce del río Turia en días turbios, amenazando con desbordarse y dotar de mayor consistencia al aspecto mohoso de los edificios (el moho era en verdad polvo y miasmas de tubo de escape). Luego voy a antiguos mapas, busco la carretera que recorría la submeseta Sur y no hay ciudad alguna, sino pueblos de trazado esquemático y ralo. En cuanto al río, escribo ese recuerdo en un relato y enseguida me asalta la duda: ¿y si lo he soñado? Compruebo que cuando lo de las lluvias torrenciales y las inundaciones yo ni siquiera había nacido, ergo  lo he soñado. O me lo he inventado. Da igual: sigue formando parte de mi pasado. Es una imagen que alberga una sensación que tal vez sí tuvo lugar, y que he ido alimentando para fijar mi identidad, y por tanto mi sentido. Sin embargo, la forma de ese sentido es escamotearse. La última palabra de la memoria lleva al vacío. Marguerite Duras decía: he hablado de mí misma, como una plataforma monótona.

La casa del fin del mundo es un libro de Mónica Dickens que leí a los 10 años. O a los 11. Recuerdo la portada, un inmueble ruinoso y fantasmagórico; también recuerdo que escogí esa novela porque la ilustración me inquietaba,  y porque cualquier cosa que significara viajar a  la tierra de Oz o a un aquelarre debía ocupar un lugar en mis estantes. Yo creía que había mundos más allá de este, y que las ficciones contenían la clave de acceso. Esperaba levantarme cualquier día y salir volando por la ventana montada en una escoba. Bastaba con que diera con el libro secreto, o con la película, o con alguna fórmula reveladora en el Apocalipsis. Leía porque buscaba, y no empezaba por las palabras, sino por las ilustraciones de las portadas. A veces pienso que esa lectura previa de las imágenes se ha superpuesto a la lectura real, de modo que cuando trato de evocar el contenido de un libro lo mezclo con el que primeramente he imaginado. Muchos de mis recuerdos son de libros fantaseados. Por ejemplo, estaba segura de que La casa del fin del mundo narraba la historia de una comuna de niños a lo Pipi  Langstrum, pero no. Lo que contiene son tías viejas, animales y un par de hermanos abandonados por sus padres.


(Aquí otro ejemplo del tipo de portada que me gustaba.)


Creo que mis paseos tienen algo de esa manera en la que antaño seleccionaba mis lecturas: voy a la caza de algo revelador. Como ahora soy realista, espero que el desvelamiento ilumine ciertos aspectos de este mundo. No sé quién me contó que conocía a un tipo que se bajaba en las últimas estaciones de metro de todas las líneas de las ciudades que visitaba para adquirir otra perspectiva. El caso es que en esta búsqueda a veces me topo con las imágenes de mi pasado. Con mis libros fantaseados. Con la casa del fin del mundo. Este es el relato de uno de esos encuentros.

Vuelvo a Vallecas; esta vez bajo en Portazgo y tomo la calle del Payaso Fofó. Detesto los payasos.





Tengo apenas dos horas, y he quedado con tres arquitectas a las que no conozco de nada. Se supone que una de ellas fue a mi colegio, y que nos vimos centenares de veces por los patios y los pasillos. En efecto, su cara me suena, y al rato me invade esa sensación de estar indefensa ante mi pasado. Vuelvo a ser la que era, y no me gusta.

Vamos a un bar que parece de una peña del Rayo Vallecano, y ahora es el camarero el que se muestra indefenso ante nosotras: no pedimos cañas, ni vino, ni Coca-Cola ni sol y sombra, sino té con leche, té con limón, poleo. Él no está seguro de saber poner bien el té con leche. Está claro que a ese bar sólo entran hombres.

Las arquitectas van a presentarse a un concurso público. El Ayuntamiento ha derribado casi todos  los edificios de las colonias San Francisco Javier y Nuestra Señora de los Ángeles para crear un ecobarrio. Copio: "Albergará (el ecobarrio) 2.069 viviendas de protección pública que contarán con energías renovables para su funcionamiento, como el biogás, gracias a que la Junta de Gobierno aprobó el proyecto de urbanización del Plan de Reforma Interior (PERI) de la zona". Las arquitectas me explican y yo tomo nota. De lo que apunto, me interesa esto: "Es un vacío entre retículas. Las estructuras las dan." "Extrañas siluetas de las parcelas, a las que se tienen que adaptar los edificios; extrañas porque son irregulares." "Lo de alrededor tiene 3 alturas, y proponen 8." "La gente ve las chimeneas y se asusta." Las arquitectas están conmigo cerca de una hora. Luego se van a La Latina a comer cocido, y yo marcho a fotografíar el solar. Para llegar he de recorrer la calle del Payaso Fofó, que es muy larga, y donde hay edificios de los que yo llamo ilegítimamente "costeros", como éste:







Dicha calle tiene su zona verde (parque Fofó), que parece un cementerio:
 
 
 
 
 
Se llega a un bulevar peatonal donde alguien decidió que no habría locales comerciales:
 
 
 
 
 
 
Al final de este desangelamiento doblo la esquina y arribo a mi destino, es decir, a una de las imágenes de mis libros fantaseados. Lo primero que veo son cuatro enormes chimeneas que, según las arquitectas, producen recelo entre los vecinos, pues no sugieren nada ecológico, sino al contrario: parecen salidas de una central nuclear:
 


 
 
 
Conforme me acerco aumenta mi impresión de haberme topado con uno de esos pliegues temporales de los que hablan Deleuze y Guattari en Crítica y clínica (creo que es ahí) a propósito de la magdalena de Proust. Hay cinco niveles de paisaje conviviendo no sé si fraternalmente: las chimeneas, unos edificios modernos en un flanco, unas casitas que supongo más antiguas que la colonia derruida en mitad del barrizal, jardines y veredas por aquí y por allí,  superpuestos y sin función alguna (aunque la tendrá); y tres o cuatro inmuebles de lo que era la colonia, que supongo que no han sido echados abajo porque no hay manera de realojar a todo el mundo.
 
 
 
 
 
 
 










 
 
Haciendo de frontera entre este solar sin coordenadas espaciotemporales y el lunes 17 de enero a las 15:00 h en la avenida de San Diego está la casa del fin del mundo, motivo fundamental de este post:
 
 
 



 

 Me voy de allí mecida por la doble ficción.
 
Doy las gracias a las arquitectas y saco mi escoba.

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