ZAPATOS SIN CORDONES: Prólogo por Ana Vega.



En la vulnerabilidad radica la fuerza, como si en la extrañeza de esta contradicción la lucha interminable entre un lado y otro se devorase a sí misma. Los términos obedecen no solo al cumplimiento de su acción, sino también a quien los ejecuta y cómo. El mundo aparece dividido aparentemente en dos: quien permanece aún intacto de cuerpo, piel y alma de dolor, sufrimiento y hambre, vacío o desesperación, y quien ha conocido una o todas estas vicisitudes que tan solo forman parte de la otra cara de la misma moneda. Y en ese quebrarse se va formando el mundo y la humanidad; la sociedad que, lejos de intentar romper esta grieta fundamental, ancla su poder en la definición equivocada de un lado u otro, arriba, abajo, derecha o izquierda, cordura o locura. Lejos de ampararse en el único camino o lugar común contrario a cualquier vacío o separación: el amor, el amor que llena, el amor que cura, el amor que se opone con todas sus fuerzas a toda separación, dolor, humillación de carne, aliento o injusticia. Y de ese amor universal, infinito, más allá de lo terrenal, bien sabe una madre, un padre, hermanos y hermanas.

Existe en toda separación del mundo o división ciertos intereses de muy diversa índole, política, social o de simple obediencia. La esclavitud nunca se ha marchado, sigue justo en el margen exacto del lado que se procura ocultar para que nadie se dé cuenta que esa clave de injusticia es uno de los pilares que sustenta el mundo, la diferencia del otro. Ese otro puede ser cualquiera que infringe la norma, dentro de lo establecido y admitido (quien escribe, piensa, pero dentro de unas coordenadas sociales establecidas) y dentro de la más absoluta libertad (quien escribe, piensa, actúa, se mueve, ama, dentro de unas coordenadas sociales que se condenan).

He aquí el terrible territorio de la salud mental y también la enfermedad física, aquello que se teme y por eso se rechaza, aleja, pues de verlo muy cerca, podríamos vislumbrar nuestro reflejo mismo en este espejo que es nuestro propio rostro. He aquí el testimonio de una verdad y una lucha, y también de un amor más allá del amor no como algo pequeño o cotidiano, sino como ese amor que trasciende, pues comprende que tan solo desde él y esa unión puede vencer todo sistema capital, político, institucional o mental incluso cuando nuestra cabeza ya no aguanta más y se rompe en pedazos de pura herida, de pura luz, de pura sensibilidad extrema. Es entonces cuando del dolor y frío de este agujero que rompe lo cotidiano surge el fulgor de la llama que nos empuja a seguir viviendo pese a todo; presionando con todas nuestras fuerzas porque por vez primera sentimos que en el otro está nuestra alma misma y que su cordura o locura no son más que márgenes más o menos desconocidos de un mundo que tan solo podemos atisbar por la acción del hombre, sus condiciones, sus delimitaciones que nunca, nunca, son más humanas que el propio ser humano: son hostiles y de escasa inteligencia pues van contra el propio avance de la humanidad: la libertad, el cuidado, la comprensión, la empatía, la compasión bien entendida, la justicia y el valor. Principios todos estos que se describen en esta obra, alzando la voz contra una ruptura de lo que nunca debe ser amparado ni silenciado: el sufrimiento humano.

Donde hay amor, siempre hay camino. Y esta es la voluntad de quien esto escribe, y de quien, a su vez, ahora, lee esto que otra persona escribe y piensa, anudándose en amor este texto y tejiendo una red segura que afirma que otro futuro es posible desde el mismo momento en que usted ha llegado hasta aquí y avanza en esta lectura, y vida.

Ana Vega


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