Carta a un maestro. Homenaje a Víctor Eugenio García de Miguel.


El recuerdo, ese lugar emocional del que nadie puede exiliarnos, es parecido a las ondas concéntricas que se producen en la superficie de un lago. Una vez lanzada la piedra en nuestro interior no podemos saber el alcance de las vibraciones. Hay que esperar, guardar silencio y mirarse las entrañas cada poco para descubrirlo. 
Esa labor de siembra íntima y generosa fue la piedra angular de la vida de nuestro querido don Eugenio. Acabo de saber que nos ha dejado y aun así su presencia me embriaga, pues fueron muchos los momentos de aprendizaje vital y académico vividos junto a él. 
Don Eugenio, a secas, así  le llamábamos, fue el primer director de un muy particular centro escolar alcarreño. El Colegio Público María Cristina nacía  en septiembre de 1982 y lo hacía vinculado al Patronato de la residencia de huérfanos de militares. Unas instalaciones espléndidas servirían ahora, además, como colegio. Ese carácter incipiente de la institución permitió al animoso director rodearse de un elenco admirable de maestros ciertos, profesores vocacionales, entre los que se hallaba él  mismo, y docentes nuevos y voluntariosos. Varias generaciones de guadalareños nos beneficiamos sin saberlo de una riqueza pedagógica sin parangón. Aquel equipo humano lo mismo potenciaba los valores del deporte (impulsando el balonmano local) que desmenuzaba con sensible tacto unos versos de Machado o enseñaba ciencias a través de entretenidas prácticas. De manera inopinada, guiados por la mano omnisciente, flexible y sabia de tan singular director, disfrutamos de una edad de oro de la enseñanza. Y, de entre todos aquellos momentos vitales destacaba, sin duda, el laboratorio de don Eugenio. Era un científico humanista, o un humanista que enseñaba ciencias, como se quiera ver, pues no podemos obviar su dilatada y reconocida labor periodística. No en vano firmaba sus estilosas crónicas deportivas con el pseudónimo Vegarmi y aportaba su potente voz para programas radiofónicos de la ciudad.


Entre aquellos amplios ventanales y estantes con probetas aprendimos a crecer mirándonos a los ojos, pensándonos sin miedo, distinguiendo una parábola con el vuelo de una tiza que llegaba hasta nuestras manos lanzada por él, y descubriendo que no hay más certeza que la voluntad y el querer.
Aquel profesor enérgico, cercano y accesible, fue un ejemplo impagable de personalidad original, esmero y cariño en el trabajo. Quien pasó por sus clases podrá dar fe de ello, pero la cosa no acababa ahí. Su figura escasa era inversamente proporcional al carisma que desprendía. Su mini verde, su sempiterno tupé negro, su voz rotunda, su interés vivo por todos los recovecos de la vida y su mirada inteligente eran garantía de calidez personal y de aprecio del alumnado. Cruzárselo en un pasillo, en la cuesta de salida del colegio o en el gimnasio significaba  siempre un hallazgo. Enseñaba con cada cosa que hacía. 
Un buen día, ante la selección de un texto mío para un premio literario, me llamó a su despacho y me entregó una carta que aún hoy conservo. Estaba magníficamente escrita. En ella me señalaba con dignidad y tino un camino de amor a las letras, reflexionando generosamente sobre el título de mi relato premiado. Era, sin duda, una senda por la que transitar. Por eso, ahora que la literatura es una parte clave de mi vida, quiero decir sin temor a equivocarme que su influencia fue de un modo tanto abstracto como cierto decisiva en lo que soy. Sé que, variando el tema pero manteniendo el espíritu de lo relatado, un buen número de hombres y mujeres en torno a los cuarenta compartirán esta emoción conmigo. 
No pretendo caer en la chanza sensiblera ni en el panegírico desatado. Todo hombre tiene mil caras, luces, sombras y fantasmas con los que convivir. Eso es lo que nos hace profundamente humanos, nuestras contradicciones y cuitas. Y aún con ellas, con las cargas que todos llevamos, este hombre básicamente bueno asumió la ingente tarea de educar desde el cariño, la comprensión y el compromiso. Hoy, cuando llevo casi quince años dedicado a la satisfactoria locura de la docencia, comprendo que no hay mayor homenaje para un maestro que recibir estas palabras de un alumno.


         Juan Laborda Barceló

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