Foso

Todo planeado, lista de cosas que llevar tachada y maleta cerrada. Al subirme al avión hice el recuento de los que en mi familia llamamos "Las tres D", es decir, dinero, documentación y datos y sumé rápidamente lo que en este viaje era fundamental: rotulador negro. Al ver que estaba todo listo, cerré los ojos y volé.

Santa María Novella no era el primer objetivo, lo fue en otros viajes, esta vez mi estancia dependía en gran medida de marcar claramente la zona prohibida. Así, me dirigí a la Oficina de Turismo, no cómo turista y ni si quiera como historiadora del arte, sino como enferma en periodo de recuperación. Pedí un mapa y, mientras se me explicaba lo que me explicarán, vi la zona prohibida. Nada más tener el mapa en mi mano, recorriendo un escalofrío mi cuerpo desde las zonas heridas hasta los dedos de la mano,  dibujé un foso negro al que no debía acercarme. Si seguía mis propias indicaciones, todo saldría bien.

No contaba con mi amor por el arte, único placer capaz apaciguar al resto. En San Marcos quise más y más más y salí por la única puerta que quedaba abierta en el segundo claustro. Al pisar la calle, un  segundo escalofrío me sobrepasó y el olor a sexo, vida y endorfinas empezó a derramarse. Sabiendo que estaba allí, en el abismo negro que había invadido la ciudad, me di cuenta de que en esas calles por las que paseábamos sin parar de hablar, buscando cualquier rincón para tocarnos, había negocios, incluso de los que me gusta conocer, pero sobre todo, me di cuenta de que esas plantas, esas malditas plantas llenas de flores que juraría olían a jazmín, a pesar de ser multicolores, y que creaban un pasillo que conducía a tu sexo, no eran más que unas decoloradas flores de plástico. Lo hacías todo bonito, incluso a mi.

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