Andanzas: Fernando Aramburu



Puerta del Café Roch, fundado en 1898

Martes, finales de febrero. Primer día en la ciudad. Madrugas demasiado. La mayoría de los cafés están cerrados, las librerías no abren hasta las diez. Caminas bajo el paraguas a cuatro grados, sin rumbo preciso, entre calles mustias de llovizna. 

Calle Estafeta
Recorres casi todo el centro. Sientes frío y te refugias en un banco de la iglesia de San Nicolás, sobre la tumba 316. Cuentas veinticinco asistentes, trece de ellos varones, a algún tipo de ceremonia. Al cabo de varios minutos aún no tienes claro si se trata de una misa o de otro tipo de celebración. El cura dice: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras». Suena a curso de literatura. Aguzas el oído. Quizá te sirva para una microcrítica.

Te dices que a veces sucede: la vida se atasca y se vuelve inservible, igual que una cremallera rota que conviene reemplazar. No sabes si tú te reemplazaste. Crees que no, que no te reemplazaste. Seguiste adelante. El cerebro es un doble experto: olvida y retiene, archiva y tergiversa. Pero cuánto cabe en una vida, en un cuerpo, en un cerebro.

Plaza del Castillo
Apenas ves a gente sola por la calle y observas muy pocas parejas. El grupo mediano prevalece. Te preguntas cómo diablos se asoma uno al yo interior estando sitiado, cómo no desmoronarte desde la compañía permanente.

Pasan los días y te ocurre como en casi todos los viajes: lees menos de lo que te has propuesto. Piensas que no importa (pero sí que te importa). No puedes estar segura pero lo sospechas: de haber continuado en este lugar, te habrías inadaptado todavía más.

Escritorio de Sarasate,
Hotel La Perla












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