Manuel

“Y los dos deberíamos saberlo; a partir de las primeras palabras ya la práctica de mi lenta ternura con vos -algo tenue, algo replegado en sí mismo- me conmovía en nuestra soledad de entonces”
Néstor Sánchez. Nosotros dos


Y entonces llovía. Yo te estaba esperando en esa calle donde todo se confunde: poetas, señores bien vestidos, homosexuales, depravados, vos: con tu campera escocesa verde, y yo, tan prolija después de haber llorado en el psiquiatra. Traías en el bolsillo un libro precioso. Yo sabía que era precioso. Un libro encajado a la altura del pulmón no puede ser otra cosa. 
-En la próxima vida procuro ser linda y ser tu novia.
-Usted ha de haber confundido la persona, yo soy otro, soy Manuel con foto de Max Ernst.
Billie cantaba lindo Stormy Weather y yo te pedía que hagas llover, que aprendas. Aprendé, Manuel, hay que llover mientras nos miramos como dos extraños en esa calle de los colectivos y la gente y la mugre pero abrazándonos, ahí donde se arrastra una pierna y otra como mendigando lo no por venir. 
Así te conocí. Te había dicho un piropo mientras fumaba un cigarrillo negro y vos insistías en que ésta es la vida.
Y te bajabas dos cervezas como si se tratara de una escena perfecta: yo viéndote el perfil, vos mirando hacia fuera en un casi berrinche de manos moviéndose y pan y la voz suave. El bar del viejo tumbita. Tenías dos rayas torcidas en el pelo y te acomodabas para abrir mejor los ojos. Tocame las manos, es tarde, hay que irse como si la mano no soltara el cuerpo terrible que eras.
Nunca nos besamos.
Caminábamos interminablemente hablando de buscarte un trabajo, mi padre y la frente ancha de mi padre, las ganas de morirme cuando doblábamos cada esquina como si fuéramos a aparecer en otro lado y la historia se repitiera en una nueva. 
Te traje una lectura, dijiste. Y tu bolsillo se abrió y después el libro, pasar cada hoja rápido, leer una línea, encontrar la foto de tu madre, devolvértela en un libro de poemas una tarde en la plaza frente a la iglesia, sentaditos en la escalinata de la entrada al teatro principal de Morón. Así se devuelve la foto de una madre: siempre en un libro de poemas, lo que debieran ser si no fuera porque lo son. Hablabas de Elvira y también de la tía. Hablabas sin omitir detalles, tus gestos formaban una silueta en el aire o yo quería que me tocaras. 
Un domingo discutimos fulero porque vos querías irte y yo me ponía las manos en la cara como si aprendiera a rezar para que no, no ahora que el psiquiatra me dijo que necesito compañía segura. Hablaste de Lincoln pero no quise escuchar. Yo no escuchaba que te ibas. No miraba cómo te ibas cada vez, y el abrazo con fuerza: me destruiste el cuerpo en la parada del colectivo esa tarde. Ya no llovía. Y no, para qué ibas a soltarme si podías destruirme, para qué ibas a aflojar los brazos, dejarlos caer a los bolsillos para rescatar tu libro de Susan Sontag. Solamente a un loco se le ocurre dejar caer los brazos a una lectura nueva. Nunca entendí semejante insolencia. 
Te llevo a Lincoln. No puedo porque mi mamá se preocupa ahora que estoy así, Manuel, así: mirame. Pero decime que volvés para mi cumpleaños. Sí, te digo que sí porque soy bueno y para que no llores. Vos también sos buena y a veces hermosa. 
Después llovió de nuevo y Billie Holiday cantaba lindo Stormy Weather. Y esperé que llames. Que hables de tu abuela. Esperé yo también te extraño, y tu valija, ruta 188 y la 7 y qué bien que vuelvas, y tu campera escocesa abierta y tu barba cubriendo los labios finos y el pelo en surcos para que mis manos. 
Te acordás. Vos te acordás que yo pedía con fervor que hagas una lluvia terrible en el cuerpo que nunca se sabe dónde queda cuando son dos despedidas. 
Y qué pasa con la noche. Y qué pasa con tu libro de Néstor Sánchez cuando me acuesto. 
Qué pasa si aprendiste verdaderamente a mostrarme cómo suena la lluvia. 
Y cómo se termina de leer un libro si no hubo jamás la historia.

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