De Fuencarral a Ópera, apoteosis del tránsito

 
 
 


 
             Siempre hemos pensado las ciudades desde la polaridad centro/periferia. A día de hoy las nociones de lo que son el centro y la periferia dejaron de ser fijas, pues tal división corresponde a un orden económico, social y político que algunos consideran superado. Recordemos a este respecto lo desarrollado en el ensayo Imperio, de Toni Negri y Michael Hardt, donde se nos dice que el mundo ya no está gobernado por estados nacionales, sino por una estructura a la que llaman Imperio, que sería un no-lugar que permite el desarrollo del capitalismo. Recordemos asimismo que el no-lugar, concepto que le debemos al antropólogo Marc Augé, y que ha generado ríos de tinta, nombra a los lugares de tránsito donde no se establecen relaciones: los aeropuertos, las autopistas, los supermercados o las habitaciones de hoteles.

La periferia de las ciudades hace a veces pensar en los no-lugares por lo precario de sus construcciones y la poca importancia que se les atribuye. No suele haber en el extrarradio edificios con solera ni grandes hitos arquitectónicos. También se asemejan muchas periferias a los no-lugares en que el espacio público está cada vez más pensado para que no sea tan público: aceras sin bancos, calles sin plazas ni parques y prioridad de las grandes avenidas para que puedan circular los coches.

            No se nos ocurre sin embargo, y a no ser que conozcamos la teoría al respecto, que los centros de las ciudades, que tienen siglos de historia, sean también parecidos a los no-lugares. Cuanto más gruesas las paredes de los edificios (pienso en los castillos, en las iglesias, en los palacetes renacentistas), cuanto más vetusta la construcción y más cercana esté a la forma original de la materia prima de la que está hecha (por ejemplo, esas casas construidas con grandes bloques de granito que parecen excavadas en la misma piedra) mayor es la impresión de que el tiempo se ha acumulado en los viejos inmuebles. La idea de tránsito, que es lo mismo que decir transitorio, no puede estar más alejada de lo antiguo, que encarna la solidez y el estatismo, y que si tiende a suprimir el tiempo no es por acortarlo, sino por acercarlo a la idea de lo eterno, como pasa a menudo en la naturaleza cuando nos encontramos ante parajes desnudos y de formas simples: el desierto, el océano, los paisajes rocosos. Ahí nadie nos aparta o nos gruñe si nos paramos, tal como ocurre donde el tránsito es necesario. Al contrario: frente a esos paisajes majestuosos y extraños en su atemporalidad nos quedamos quietos y contemplativos.

            Decía antes que a nadie que no haya leído teoría al respecto se le ocurre pensar en no-lugares cuando va al centro de una ciudad. Quienes eligen vivir en lugares céntricos, suelen argüir razones alejadas de la idea que tenemos tanto de la periferia como de los no-lugares: huir de la impersonalidad, el gusto por salir a la calle y que ésta invite a permanecer ahí porque está peatonalizada y el ruido de los coches no molesta. En los centros de las ciudades suele haber bancos donde sentarse, y es posible encontrarse con amigos y pararse a hablar. También se argumenta que vivir en el centro permite prescindir del coche, que el entorno suele ser más bonito y dar una impresión de solidez, que se tiene la agradable sensación de estar realmente en una ciudad. Este pensar el centro con los atributos de una metrópoli habitable, que cuida y ofrece a los ciudadanos un espacio público, se desdibuja cuando por ejemplo se le pide a alguien deseoso de mudarse al centro de un núcleo urbano que elija dónde le gustaría vivir. Es muy probable que esa persona excluya lo que en lenguaje de calle se nombra a veces con una redundancia, el “centro centro”, que en Madrid sería la plaza de la Puerta del Sol y sus aledaños. También es probable que, si se le pregunta a esta persona por las razones de exclusión del “centro centro” de su lista de lugares, responda que vivir en el cogollo es incómodo por lo que conlleva el exceso de tiendas de ropa, calzado y etcétera de las grandes marcas: el trasiego de gente y la escasez de otro tipo de servicios. Quizá también diga que durante la noche el “centro centro” se queda desolado: cuando cierran las tiendas lo hacen asimismo las cafeterías y los bares. No queda un triste café en el que refugiarse, un asturiano donde cenar, y las calles están sucias por el exceso de tránsito. Hasta que no llega la madrugada y pasan los servicios de limpieza, en este tipo de vías no se vuelve a tener la impresión de cierto orden y mesura. Quien vive junto a algún céntrico Corte Inglés y el aluvión de tiendas que lo cercan tiene que enfrentarse noche tras noche a una deprimente impresión de fin de fiesta, de resaca, de bajón.
 
 
 

            En Madrid los alrededores de la Puerta del Sol que mejor se avienen a esto son las calles Arenal, Preciados, Carmen, Montera y Fuencarral. Pablo Jarauta, filósofo y profesor del Istituto Europeo di Design,  me habló por primera vez del centro de Madrid como un no-lugar comparándolo a los pasillos de los aeropuertos, y me dio algunas claves que desarrollaré para pensar el espacio que va desde el tramo de Fuencarral peatonalizado hasta Ópera, a saber: cómo el binomio dentro/fuera ya no tiene que ver con los espacios y el favorecimiento del tránsito.

            Para contarme los cambios del binomio dentro/fuera, Pablo Jarauta me habló de lo que Marc Augé señala sobre los dos dioses que cuidaban la casa en la antigua Grecia: Hestia, diosa del hogar, velaba por lo más profundo, mientras que Hermes, el dios mensajero, del viaje y del comercio, era el guardián del afuera. El dentro y el afuera o, estirando estos dioses-términos, lo público y lo privado, llevan ya unas cuantas décadas desvinculados del espacio, no porque los lugares hayan desaparecido, sino porque ya no definen dónde está Hermes y dónde Hestia. Si en nuestros salones o en nuestras habitaciones hay televisores, lo exterior (el mundo) se está colando dentro del espacio íntimo; si estamos en la calle y consultamos nuestro correo electrónico, nos abstraemos de lo público para sumergirnos en nuestra privacidad.

El favorecimiento del tránsito es otro de los elementos que desdibujan lo que antes entendíamos por espacio público y espacio privado. El espacio público es aquel donde cualquiera puede circular, y se define por oposición a la propiedad privada. Ahora bien, si vinculamos lo público a la posibilidad de generar tejido social (es decir, de posibilitar relaciones), el espacio público no se limita entonces a ser sólo un lugar para circular, sino que resguarda los usos sociales del espacio. El uso social implica poder permanecer en las calles, o lo que es lo mismo, poder pararse. Un acto colectivo, un evento, trabar conocimiento con alguien sin necesidad de pagar por ello (dicho de otro modo: sin necesidad de entrar en un bar). ¿Qué pasa entonces cuando las calles se quedan sin bancos donde sentarse, cuando no hay parques bajo cuyos árboles podemos guarecernos del sol, y todo se llena de cámaras de seguridad? ¿Qué ocurre cuando la única posibilidad de estar fuera de casa es meterse en alguna cafetería a consumir?

Como he dicho, Pablo Jarauta me insistió en que me fijara en el tramo que parte de la calle Fuencarral a partir de su peatonalización, sigue por Montera y llega hasta Ópera pasando por Arenal. En este espacio eminentemente comercial se han eliminado todas las barreras que dificultan el tránsito: no hay bancos donde sentarse  y el único obstáculo es el cruce de Gran Vía. Uno de los alumnos de Jarauta realizó un estudio antropológico para el que permaneció durante ocho horas en la calle Fuencarral viendo quiénes se detenían en la calle. Sólo se quedaban quietas las personas que no consumen: ancianos, niños y mendigos, lo que evidencia la desaparición de parte del carácter social que conforma el espacio público, que se convierte sencillamente en un espacio para consumir. Si además nos vamos a la calle Montera, los objetos de consumo dejan de tener como límite a las personas, pues también encontramos a prostitutas a un lado y otro de la vía. Puesto que el objetivo es que la gente compre con la mayor rapidez, los escaparates de las grandes marcas no lucen abarrotados, como sí sucede en los pocos comercios tradicionales que aún resisten: por ejemplo, Marin, Monje’s o Ferpal en la calle Arenal (tienda de muebles, posticería y ultramarinos, respectivamente). En el escaparate de Marin no sólo pueden avistarse muebles, sino también todos los objetos que podría haber en un cajón (mapas, lupas, muñecos de hojalata, el juego de la oca, bailarinas y una decena más de cachivaches vintage), y en Ferpal el escaparate es tan lustroso en viandas como el expositor de una carnicería bien surtida. Un escaparate así invita a detenerse en la calle para contemplarlo durante un buen rato. No es posible abarcarlo de un golpe de vista. Por el contrario, las grandes marcas de ropa, de calzado o de ordenadores (Zara, Camper, Apple) organizan sus escaparates de tal modo que no haya que pararse: en unos cuantos segundos se abarca el producto, y es de suponer que la decisión de compra se toma con la misma celeridad. En este pasillo de aeropuerto con sus ciudadanos en tránsito que va de Fuencarral a Ópera ni siquiera un lugar como la Puerta del Sol cuenta con elementos que permitan al transeúnte descansar  (bancos, árboles que den sombra), y si siempre hay gente parada en Sol, es a pesar de la falta de esos elementos y gracias a las dos fuentes (podríamos decir que la gente se sienta donde puede). A este respecto, el 15-M supuso recuperar parte de lo público de esta plaza, diseñada para el tráfico incesante.

Para asegurar el cumplimiento del primer mandamiento capitalista, el consumo, se acentúa la indistinción entre el dentro y el afuera: los establecimientos dan la impresión de no tener puerta, lo que de nuevo contrasta con los comercios tradicionales, que sí la tienen. Las grandes marcas se abren a la calle como si fueran su continuación, de lo que cabe deducir que lo contrario también ocurre: la calle es una continuación de las tiendas. De esta invasión da buena cuenta la cortina de aire entre el adentro y el afuera de los establecimientos, una cortina que sobrepasa la tienda e invade la calle, como si ésta les perteneciera. Un ejemplo muy señalado de esta indistinción sería la franquicia Smöoy, que ofrece yogurt helado, y que tiene una tienda en Arenal y otra en Montera. Smöoy dispone sus locales como neveras abiertas, de tan blancos y fríos. También Pikolinos, en Fuencarral, es una buena muestra de lo que digo, pues semeja un pasaje (ese espacio entre lo exterior y lo interior). Asimismo, en los escaparates  que proyectan imágenes ya ni siquiera lo que vemos es el interior, sino otro exterior (un pase de modelos en tiendas de ropa y etcétera).

Y en fin, que da que pensar que el corazón de nuestra ciudad se parezca cada vez más a un centro comercial o a un aeropuerto. A la lógica del capital.

            [Este artículo se publicó en Arquitectura, la revista oficial del Colegio de Arquitectos de Madrid, en el número de junio de 2014. Las fotografías son de Asís Ayerbe].

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