Atrapados en el paraíso, de Patxi Irurzun [Reedición. 2014]


Las ciudades, a veces, son como algunas personas. Uno intuye y determina de inmediato si congeniará con ellas o no. Manila y yo supimos desde el primer momento en que nos vimos que no nos íbamos a llevar bien. Por mucho que al principio ella ofreciera su mejor cara.
Lo primero que vi cuando el avión que me había alejado doce mil kilómetros y seis horas de una vida que, aunque todavía solo era un borrador, comenzaba a parecerse algo a lo que siempre había soñado, lo primero que vimos Josean y yo cuando ese avión se disponía a aterrizar en el aeropuerto internacional Ninoy Aquino, fue uno de esos espectaculares atardeceres tropicales que tan bien quedan en las fotos de las guías turísticas o en las descripciones de los libros de viajes: un telón de luz dorada; los rescoldos sanguinolentos de un sol herido de muerte; un pasillo iluminado en púrpura a través del cual, en cualquier momento, podía descolgarse una legión de angelitos… caídos, eso sí, pues no tardé en comprobar que semejante parafernalia solo servía para alumbrar un pandemónium de casitas destartaladas, chabolas, rascacielos abandonados… Manila, incluso desde el cielo, era un infierno: avenidas palpitantes, surcadas, como el torrente sanguíneo de un monstruo feo y peludo, por miles de vehículos: triciclos, autobuses, taxis, los coloridos y populares jeepneys… Todo ello envuelto en un nimbo de polución denso y oscuro.

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Payatas parecía un lugar animado, con banderines de colores cruzando las calles y gente que iba y venía y te saludaba cariñosamente agitando un afilado gancho de metal.
El olor a basura era cada vez más intenso. Vimos asomar la primera de las montañas, un promontorio de color ceniciento, con tiras de plástico que crecían como plantas y el viento agitaba haciendo restallar en latigazos. Al pie de la montaña correteaba un riachuelo de aguas negras y espesas, alimentado por los jugos lixiviados que supuraba la basura. También se levantaban en algunos puntos columnitas de humo.
[…]
Parecía un escenario lunar, apocalíptico, tal vez porque en aquella montaña, que era en la cual dos años atrás había tenido lugar el accidente, no había nadie trabajando. Seguimos adelante por un camino asfaltado por latas que los scavengers arrojaban a las ruedas de los camiones –de esa manera les costaba mucho menos recogerlas y apilarlas– y que daba a parar a un nuevo checkpoint, desde el cual se controlaba el acceso a la segunda montaña.
[…]
Había personas de diferentes edades, pero todos, incluso los niños de siete u ocho años o los adultos de cuerpos atléticos, con esa musculación que no se modela en los gimnasios sino con el trabajo duro y diario, parecían viejísimos. Había algo que los igualaba en sus rostros, en sus miradas, y también algo que los igualaba con los rostros y las miradas de otros como ellos en otros países, Guatemala o Madagascar, que yo había visto en las fotos de Josean. Una especie de democracia de la pobreza. Un mismo sol de justicia que curtía en sus pieles el destino de sus vidas. Toda la historia del sufrimiento y la desigualdad, tan viejas como la del propio ser humano, alojadas al fondo de sus ojos.

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Hubo, sobre todo, una de las chabolas que me llamó la atención. En realidad ni siquiera era una chabola, solo un colchón, o mejor, la espuma amarilla de un colchón tirada a cielo abierto. Sobre el colchón un hombre, sucio, desharrapado y con una nube espesa de moscas revoloteando a su alrededor, dormía plácidamente lo que parecía una gran borrachera, y a su lado una niña de tres o cuatro años, una pequeña princesita de los suburbios, enfundada en un inmaculado vestido rosa, con sus volantes, sus encajes, sus enaguas, saltaba entre carcajadas sobre el colchón, de modo que con cada uno de aquellos saltos la barriga del señor de las moscas se inflara y se desinflara.

[Nota: Patxi Irurzun acaba de reeditar, a lo grande y con algunos extras o bonus tracks incorporados al final, el que quizá sea su mejor libro, junto al diario Dios nunca reza. Era necesaria una nueva edición porque Atrapados en el paraíso era casi imposible de conseguir, y porque se trata de un reportaje o relato que todos deberíamos leer, pues nos muestra una cara poco amable del mundo, esa donde confluyen la pobreza y la podredumbre y una se alimenta de la otra. Yo antaño logré encontrar un ejemplar, del que puse un fragmento en este blog: aquí]

[Editorial Pamiela]

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