La reina de las mariconas. Copi.

Editorial El Cuenco de Plata

Marx Phipps, por Bruno Bennini, interpretando al Dr. Fran N (The Rocky Horror Picture Show, 1975)

Hablaba con un acento que al comienzo me pareció norteamericano, después español. Su madre me la presentó como Conceiçao do Mundo. Comprendí enseguida que no era una travesti como las demás. 

Su madre la ayudó a sacarse una capa de plumas de pavo real que le llegaba hasta los tobillos. Su madre era al mismo tiempo su chófer; volvió a salir con la capa para estacionar el auto. Conciençao avanzó desnuda, en tacos aguja. Nunca había visto una mujer tan hermosa, aparte que era un hombre. Poseía una cabellera roja llameante que caía sobre sus ojos de ágata, y la piel mate de las mujeres caribes sobre una nariz apenas negroide. Su boca era carnosa, con labios pintados de naranja; tenía los ojos maquillados a la manera de las negras del sur de los Estados Unidos, con diferentes polvos fluorescentes. Era imberbe. Sus senos eran puntiagudos y firmes. Bronceada, no conservaba ninguna huella del traje de baño. Entre su pelvis tupida y sus piernas divinas pendía la más maravillosa pija del mundo. Tenía la medida de un antebrazo y el grosor del puño cerrado de un niño de doce años. Después de haberse sacado muy pausadamente un largo guante de satén negro, me tendió la mano, que besé intimidado. 

- ¿Es usted Pogo Bedroom?
- Soy su amigo –respondí sonrojándome-; se está preparando.
- Que se apure -me dijo- no es mi único cliente, Pogo Bedroom.
Saqué de mi bolsillo dos billetes de quinientos francos,  la suma convenida. Ella no sabía dónde guardarlos, no tenía cartera. Los dobló en cuatro y se los puso en el interior de cada uno de sus zapatos. Se sentó en el sofá Chesterfield de mi biblioteca, con las piernas abiertas y comiéndose las uñas. Tocaron el timbre; atravesé el timbre para ir a abrir. Era su madre.

- Se dejó el látigo en el auto -me dijo ¿Todavía no comenzó la sesión?
Me preguntaba si debía hacer pasar a su madre o decirle que esperara en el auto. Adivinó mis pensamientos. 
- Voy a esperar en la cocina –dijo-; me voy a hacer un café.
La precedí en el pasillo. Era una mujer bastante bella, de unos cuarenta años aunque parecía más joven, mestiza de indio o de negro; estaba vestida con un sarianaranjado y un turbante plateado. Le expliqué el funcionamiento de la vieja cafetera a presión que Pogo tanto quería. Me preguntó, riéndose: “¿se hace meter la cafetera ardiendo en el culo?”. Me pareció chocante.

Pogo era masoquista desde hacía cierto tiempo, le agarraba dos o tres veces por mes; conocíamos una red de travestis sádicos bastante simpáticos. En general no había ningún problema: a Pogo le daban latigazos con un cinturón y después le sodomizaban. Luego yo le pasaba mercurocromo en las nalgas y no hablábamos más del asunto. Esos seres eran feos y sin encanto, y rápidamente nos olvidamos. Pero yo estaba inquieto. Conciençao do Mundo era la travesti más seductora que hubiera encontrado jamás. Y encima se presentaba con su madre.

Escuché un grito penetrante. Era la voz de Pogo. Me precipité a la biblioteca, Conciençiao estaba sentada a horcajadas sobre Pogo; le había atado las manos detrás de la espalda y le quemaba los bigotes con un soplete que había sacado de Dios sabe dónde. Me precipité para arrancárselo; la madre me asestó un golpe de kárate en la nuca. Me desplomé, atontado a medias, en el Chesterfield. El olor de los bigotes quemados me daba náuseas; ahora le quemaba os pelos del sexo. No sé si esa pesadilla duró treinta segundos o tres minutos; recuerdo la risa demoníaca de la madre cuando Conciençao do Mundo saltaba con sus tacos de aguja sobre las costillas de Pogo desvanecido.

Antes de partir la madre me dio un golpe con la fusta que me abrió la mejilla y la nariz. Corrí a desatar a pogo. Tenía un olor a cerdo asado, quemaduras bastante horribles de ver en sus párpados y en los testículos y heridas de los tacos de aguja en el vientre. Lo dejé semiinconsciente sobre la alfombra y llamé a una ambulancia con los dedos temblorosos.

Felizmente, sus heridas sólo eran de segundo grado, pero eso no impidió que estuviera como mínimo una semana en la clínica.

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