King´s College

Un hermoso ventanal me ofrece la vista del King’s College mientras devoro un salmón con verduras. No es fácil encontrar un restaurante barato en Cambridge. Quizá sería más apropiado decir que es casi imposible encontrar un restaurante que no deje el monedero liviano y la conciencia pesada. 

Foto encontrada aquí
Llevo conmigo un cuaderno pequeño que me compré en el mercado de Navidad de Aquisgrán. Lo saco y voy anotando en él mis impresiones del día mientras contemplo la entrada al College, fundado por Enrique VI en 1441, y la espectacular capilla. 

Una pareja toma el té a mi lado en una loza blanca que me parece exquisitamente típica. Me enfrasco de nuevo en mis palabras para no dejar escapar las sensaciones, para encadenar a la memoria traicionera, rescatando algunas imágenes del descuido del tiempo. 

Levanto la mirada, pero, en realidad, no estoy viendo lo que tengo delante. Trato de recrear en mi mente la atmósfera del servicio religioso en la capilla, al que acabo de asistir. Es una más de las atracciones turísticas de la ciudad. Si estás en Cambridge, no puedes perderte la ceremonia, el coro. 

Antes de que comience la misa, los visitantes son conducidos hasta el interior. Se les indica dónde tomar asiento y se les proporcionan unas breves instrucciones acompañadas de gestos básicos (una gran parte de los turistas no son autóctonos) sobre cómo deben comportarse. 

El respeto es, probablemente, el sentimiento que prima. O, quizás, más bien, la admiración. No hay que ser religioso para valorar la belleza de la capilla, la belleza de un rito que se repite sin cesar en una semioscuridad misteriosa a la que las voces de los cantantes le imprimen una emoción que pone los pelos de punta. 

Un hombre se sube a un podio para leer en voz alta las Escrituras. Cuando termina, gira el atril de dos caras en el que estaba apoyado el volumen y deja así preparado el segundo libro para la siguiente lectura. 

El coro se eleva y los asistentes escuchan. 

La pareja que estaba sentada a mi lado paga y abandona el local. 

La misa, como todo, llega a su fin y esperamos a que salgan los oficiantes antes de retirarnos, pobres mortales. La puerta que conduce al patio nos devuelve a la profanidad de nuestras vidas. 

El camarero me pregunta si me ha gustado el salmón y asiento, desprendiéndome ya de las últimas telarañas de la memoria.

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