El Gran Hotel Budapest


Empecemos por una declaración: todas las películas de Wes Anderson (salvo, quizá, la primera: Bottle Rockett) me parecen perfectas, al menos en términos estrictamente técnicos. Su técnica cinematográfica, su planificación, su trabajo con los actores, sus guiones y su estilo visual alcanzan siempre la perfección. Mi preferida (por diversos motivos) sigue siendo Los Tenenbaum. Pero tal vez El Gran Hotel Budapest sea su obra más lograda en ese sentido técnico que apuntaba antes: cada plano es perfecto, está medido al milímetro, cada toma está trazada y pensada como si el director nos estuviera mostrando cuadros, pinturas antiguas a las que, sin embargo, ha dotado de un tono pop.

En El Gran Hotel Budapest ha logrado el más difícil todavía: inspirándose en diversos escritos (memorias, cuentos, novelas) de Stefan Zweig, ha logrado adaptarlo sin perder su espíritu pero añadiéndole su propio estilo, ese toque pop y con un toque de humor propio de los cartoons que ya le caracteriza. Esta proeza sólo podría lograrla alguien como Wes Anderson.

Narrativamente, y aunque continúa con sus obsesiones y sus señas de identidad, no ha perdido de vista el estilo de Stefan Zweig, quien a menudo empezaba sus relatos con el encuentro entre un autor y un segundo narrador que le cuenta al primero la historia que éste acaba escribiendo. En la película tenemos a un Autor ya maduro que se remonta a su juventud (en seguida otro actor lo encarna como Joven Escritor), cuando conoció a un hombre viejo que acepta contarle la historia del antiguo conserje del hotel en tiempo de entreguerras, conserje que instruyó a ese hombre cuando entró a su servicio como mozo de portería. Es en el meollo de esa historia donde los personajes empiezan a cruzarse, y donde el testamento de una antigua clienta del edificio juega un papel fundamental para activar la trama.

Wes Anderson suele trabajar casi siempre con los mismos actores, a los que se van sumando otros intérpretes que repiten en sus últimas películas (pienso en Edward Norton, Harvey Keitel o Tilda Swinton). Si en una película plagada de estrellas como Nymphomaniac casi todos los actores secundarios estaban desaprovechados (salvo Uma Thurman y algún otro), Wes Anderson arranca de su reparto interpretaciones equilibradas y magníficas. Cada actor y cada actriz brillan, incluso aunque sea en brevísimos cameos. Todos están bien. Todos nos impactan cuando aparecen. Aunque se lleva la palma Ralph Fiennes, que es el protagonista absoluto del largometraje. 

Y, por si fuera poco, de manera sutil, casi oculta, el filme también es una reflexión sobre cómo las guerras arrastran a los hombres, sobre cómo el panorama y las situaciones van cambiando con el tiempo: pienso en dos escenas miméticas que vemos, una al principio y otra al final, y en cómo el planteamiento de la situación es idéntico… pero su desenlace es distinto. Y no puedo decir más.

En fin: una película maravillosa, que además nos actualiza a Stefan Zweig (autor cuyas huellas seguí en Salzburgo, hace años: el pequeño museo que cobija algunos de sus objetos personales, la finca donde vivió, la horrible escultura que le dedicaron, etc), y que confirma a Wes Anderson como un maestro indiscutible del cine (y de la literatura, dado que sus guiones son como pequeñas novelas).



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