The Masterplan

Debería ser más honesta. Debería bastar con compartir un cigarro bajo la lluvia, con esa facilidad imprevista para arreglar el mundo a la que siempre recurrimos cuando nos desahogamos con los amigos.

Un cigarro y la lluvia, y la gente pasando de largo delante de nosotros en dirección desconocida; los paraguas abiertos, mojadas las puntas de los zapatos, desdibujada en los charcos la luz demasiado aguda de los semáforos, el frío hasta los huesos; todos con planes, todos con alguien a quien ver en el otro extremo de la ciudad, que se muestra reacia a aceptar las condiciones denigrantes del invierno.

Como nosotros, conformes con la promesa inmediata de un café, dispuestos a olvidar esa tarde de nuestra adolescencia que transcurrió escuchando a los grupos de moda y mirando por la ventana de la habitación partida en dos, contemplando la calle desierta con un silencio de ceremonia.

No recuerdo qué pensamos entonces sobre el futuro.

Hay un telón de citas y de cañas pendientes, de horas y horas de trabajo, de alguna ilusión por la que siempre nos dan la enhorabuena con cierta envidia. Resultaría imperdonable no dar las gracias, peligroso no callarse, no guardarnos esa pena soportable que últimamente nos acompaña y sobre la que nos resistimos a tomar una decisión.

Aunque no decidir es una decisión.

No hacerlo y asistir impasible a un alud de cosas imprevistas, que se desmoronan como gigantescas bolas de nieve y pasan rozándonos, sin vernos, sin detenerse a aniquilarnos.

Porque a la muerte no le importamos nada.


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