Sofisticadas

"Hay personas buenas que hacen cosas malas".

Tendré que pensarlo.

Escribo en el sofá mientras Vitu lee las obras completas de Dostoyevski. La luz está encendida y no hace frío. Ayer nos quedamos hasta las cinco de la madrugada celebrando la Nochevieja en casa de Diego y de Cris. Hoy sólo hemos tenido fuerzas para ver en estado precatatónico el concierto de Año Nuevo en la televisión. Luego hemos cocinado pollo y comido bombones con una peli de Roger Corman que Vituperio tenía guardada en el portátil. Nos iremos pronto a dormir, aunque nuestros vampirizados vecinos del bajo empezarán más o menos a las 23:30 a poner en bucle su disco favorito de reguetón. Dará igual. Caeremos rendidos y mañana seguiremos con nuestras vidas.

Si no me atropellan al cruzar un semáforo en modo parpadeo, tengo por delante un montón de momentos felices.

Volviendo a casa la tarde del 31 me digo que la felicidad tiene poco de llanura, es más bien una cima en la que no podemos establecernos a largo plazo; alcanzarla implica el privilegio de contemplar las vistas, el mundo a nuestros pies, pero también la obligación de volver a casa y arriesgar la vida en el descenso, por eso importa tanto quién nos acompaña en el viaje, porque el destino es inhabitable y nuestra estancia debe ser fugaz. La felicidad carece de oxígeno.

Nadie puede quedarse, y hay que ser muy valiente y muy fuerte para escalar una y otra vez, para buscar incansablemente esos picos a los que sólo se llega para irse.

"Hay personas buenas que hacen cosas malas", me dice Raquel Friera mientras me acompaña al teléfono en mi regreso a Huertas desde Castellana, mezclándome con una multitud que anticipa la llegada del año con pelucas y gafas fluorescentes, coronadas por un 2014 gigantesco, que brilla en medio de una lluvia muy fina.

"Y también hay personas malas, sin más".

Si lo que nos importa es la acción, entre los dos enunciados no hay apenas diferencia pero, ¿y si lo que nos importa es el sujeto? ¿Cuál es el límite que debemos negarnos a cruzar?

¿Cuándo hay que abandonarlo?

Antes de acudir a la fiesta, Vitu y yo intentamos ver 'Cabaret'. A mi padre le gusta la escena en la que Liza Minelli le enseña sus uñas verdes a Michael York antes de despedirse; a mí la película me hace pensar en el peligro del empeño excesivo, en esa ceguera absoluta que llega con el amor equivocado, y en cómo desaparece, igual que la niebla, cuando el amor se va.

Nadie debería nublar mi alegría.

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