GOMORRAH GIRL (Las chicas también lloramos)

Cerca de Atocha. Un día del pasado invierno. @Carmen Garrido

Fotos dobles: Valerio Spada.
La exposición Gomorrah Girl estuvo en Galería Cero en invierno de 2013


Hay veces en que no es necesario hablar, felicitarse para celebrar algo.
Aquel día, la alegría era tan manifiesta que los silencios fueron profundísimos.
Lo bueno se convertía en un apretón de manos a la vuelta de las esquinas y en la telepatía a la hora de mirar la misma fotografía. Era una exposición sobre las mujeres de la Camorra, Gomorrah girl: feroces, salvajes, con la boquilla de la Smith&Wesson en lugar del iris. Nos daba igual lo que hubiera escrito Saviano, que ahora andaba de estrella mediática perseguida. La realidad era más sincera, más brutal en las imágenes de Forcella, retratadas sin reparos por Valerio Spada.
 
Ya tocaba. Era la primera vez, la primera muesca blanca. Años sin atender a otros rostros que no fuera el mío, palpando surcos que poco a poco se abrían en canal, casi usando la navaja de hocino para trasplantarme la humanidad en la cara. Allí estaban ellas: Sabrina, la niña artista; el rostro que ya nunca será viejo de Annalisa; la anciana que habitaba el cuerpecito flaco de Anna. Vidas físicas, impedimentos físicos, pistolas humeando, clanes, venganzas. Tanto cuerpo y piel encerrados frente a mi antigua cueva mental. Unos se duelen para afuera, otros para adentro. Y esa ósmosis mueve al mundo.
 
 
 
Italia, tópica. Hubieran sido buenas amigas de Pasolini. Italia de puntilla negra Dolce&Gabbana, tan de Monterreale, con agujeros grandes las mantillas para que quepa la bala. Sus manos pequeñas de adolescentes recién creadas se rozaban los pechos con convencimiento, delataban que eran mercancía, suplemento del novio motero, cambiables en boda concertada para fortalecer lazos. No es gente de Totó Riina, son gente de la favela italiana, espagueti y vino tonto, los despreciados terrone de los norteños. Y, sin embargo, las jóvenes que no usan ni colágenos ni parabenos lucían la piel con clase, más que cualquier rica por el Corso Vittorio Emanuele.
 
 
 
 
 
Me empezaron a doler las encías, apretadas. Por primera vez no eran convocadas por la pesadilla recurrente en la que nunca llegaba a ser médico, sino por la escasa posibilidad de supervivencia de esas miradas que soñaban con ser velinas. Ruby Rompecorazones por referencia. Sólo que sus vientres no serían acariciados por la mano enferma de un primer ministro checo, sino por los líquidos amnióticos de siete u ocho hijos, preparados desde el biberón para la batalla al servicio de su sangre. En los cascos, Usher atronaba:
 
de vuelta en el club/
consigue que los cuerpos se balanceen de lado a lado/
gracias a Dios la semana se acabó/
me siento como un zombi vuelto a la vida (de nuevo a la vida)/
manos arriba/
y, de repente, todas nuestras manos están arriba/
no hay control en mi cuerpo/
¿No te he visto antes?
creo que recordaría esos ojos, esos ojos, esos ojos, esos ojos
 
 
 
A la salida, Madrid atardecía espléndido, impasible a las desgracias existentes o mostradas por una Réflex. Siempre me pregunto qué hace Madrid mientras alguien sufre. Miro hacia Fuencarral y veo que las hordas de gentes continúan entrando en Tiger, bebiendo en el Irish Pub, comprando en Lefties. Y es cruel. Todo el mundo debería pararse. Conocer, saber. Madrid debería informales sobre esas chicas, sobre mí. Pero creo que prefiere las fiestas en Fortuny, donde los problemas duelen menos en photocall.
 
Nos perdimos en el Observatorio, que parecía el corazón latente y venenoso de Poe. Caminos que nunca hubiera pensado que existían, llenos de maleza a ambos lados, con focos que embrutecían la mente. Miraba la luz y no me quemaba. Tú te diste cuenta de ello y sonreíste en la oscuridad.
Desde las alturas, las minucias de la intimidad. Debajo de nosotros se alzaba  una extraña casa acristalada. Por su tejado se veían dos cuerpos amándose sobre un futón. No miramos lo hermoso. Contemplamos la felicidad de esos otros y nos regocijamos con ella. Nos escabullimos pronto, bajando incluso la cabeza como si hubiéramos interrumpido algo que se tornaría cruel si se hablara de ello.
 
Seguía tu (buen) silencio.
No había señales divinas, sólo la sensación de que los pies andaban resueltos sobre la grava, sin miedo. A las ocho en punto, sonaron unas campanas. No recuerdo el nombre de la iglesia, tampoco me pareció que lo fuera. Una cúpula traviesa rascaba el cielo y la torre era como un alminar, perfecto, anaranjado, reverberando el takbar. Recordamos el Café Francés de Marrakech, aquella tarde escribiendo crónicas a la luz de las velas de zellig. Fue como entonces, pero ahora yo sí estaba.
 
Más tarde, caminando hacia el Monumento al Soldado Desconocido, fotografiamos nuestras sombras a la luz de las farolas de Recoletos.
 
Y no voy a tratar de batallar, batallar/
 pero eres tan magnética, magnética/
 tienes una vida, sólo vívela, sólo vívela/
ahora relájate, y exprésalo con un canto/
 
Existíamos y brillábamos, pensábamos a la velocidad de la luz. No antes, no después, justo en aquel preciso atardecer de mantra rapero.
 
 
 
 
 


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