El día en que Jaime Arias salvó a Liz Taylor

Jaime Arias era un hombre menudo, de bigote recortado y perfil semítico, sigiloso, prudente, siempre con americana, camisa y corbata (también los domingos) y la prensa internacional bajo el brazo, que se movía por los moquetas de la ciudad casi sin hacer ruido, su particular y prudente estrategia para poder observar sin ser visto durante décadas y convertirse en uno de los periodistas que más sabía (y callaba). Jaime Arias, una simbiosis de señor de Barcelona e intelectual miteel-europeo, gastaba esa prudencia en las visitas diarias a la redacción de La Vanguardia, donde con sus charlas con los compañeros, a él, veterano exsubdirector del rotativo, que le daba igual que su interlocutor fuera el último becario en subir al barco, un redactor jefe o un pelacañas como yo, transmitía la herencia moral de un diario de larga tradición, ese ADN de moderación, centralidad y pensamiento liberal que lo diferencia de otras impetuosas cabeceras.

Jaime Arias murió hace unos días, superados elegantemente los 90, y pasó a engrosar una larga lista de compañeros, demasiados, que en los pocos años hemos tenido que despedir entre lágrimas y dolor. El último era hasta la semana pasada otro periodista, Xavier Batalla, de una generación más joven que la de Arias pero de la misma raza, de esa que se esculpió en redacciones repletas de humo de tabaco, lecturas furtivas, teletipos de agencias internacionales, sueños de libertad y titulares de madrugada.

FOTO PEDRO MADUEÑO.- JAIME ARIAS, PERIODISTA DE LA VANGUARDIA.- 01-10-2009Los tópicos y lugares comunes, los elogios facilones sobre el que acaba de dejarnos, el llanto que busca engalanarse en metáforas y coquetear en tiempos de luto, son habituales, casi repetitivos, cuando la muerte nos roza y avisa de que la guadaña espera agazapada su momento. Nada reprochable, por habitual, por mundano y principalmente porque en esta ocasión las palabras bonitas se quedarán siempre cortas.

No acudí a su funeral en el tanatorio de las Corts. Me siento incómodo cuando las despedidas son multitudinarias. La muerte exige silencio, requiere intimidad, reflexión y la mínima gesticulación. Eso creo yo, pero no me hagan mucho caso. Manías. Por eso preferí (prefiero) quedarme con el recuerdo de un Jaime Arias en vida. Sonrisa eterna, mirada pícara que se extraviaba cuando una bella mujer pasaba a su lado, escondía mal que bien un alma de Casanova detrás de sus gafas y bigote, Arias guardaba en su proverbial memoria un nuevo un consejo, un gesto de cariño y apoyo al periodista frente al folio en blanco, la enésima anécdota pretérita de aquella España de posguerra y transición. Irónico y culto, un tanto desengañado después de ver los vaivenes de esta España que llora, buscaba alguien dispuesto a prestarle atención durante un rato. Éramos menos en los últimos años de los que algunos hoy relatan, pero siempre fuimos una parroquia fiel.

Se explayaba con sus encuentros en el Ritz de Barcelona, en aquella ciudad convulsa, nido de espías, marqueses lejanos y buscavidas malcarados durante la segunda guerra mundial –que inmortalizó en su libro “Los vimos pasar”-. Detallaba sus experiencias con Tarradellas, su opinión de Jordi Pujol, Felipe González y su querido rey don Juan Carlos; también divertidas anécdotas con mujeres de bandera en la época que ejerció como jefe de prensa en España de las productoras de Hollywood, puesto que consiguió gracias a su dominio del inglés y su contacto con el mundo judío. Ava Gardner o Liz Taylor, la gata sobre el tejado de cinc, con sus ojos violeta, a la que un joven Arias salvó del ridículo en el festival de San Sebastián.

La Concha empezaba a oscurecerse y Taylor seguía negándose a salir de la habitación del hotel para recibir el homenaje del público donostiarra si no le traían, pedía a gritos, y con rapidez una botella de Jack Daniels. En el lujoso María Cristina, el director del hotel mandó a todos lo botones, camareros y ayudantes que encontró a mano a buscar hasta en las últimas barras de bar del casco viejo, Gros y del Boulevard, que se sumergieran en cualquier bodega de las villas más señoriales. Todo ese empeño no sirvió para nada: ni rastro del caldo deseado. El fracaso parecía servido, la polémica podía ser terrible y nada beneficiosa para los intereses profesionales de Arias, quien lejos de achantarse optó por la acción, él que era un amante de la contemplación. Sin pensárselo mucho, se montó en un coche y cruzó a toda velocidad la frontera francesa para comprar cuatro botellas del señor Daniels en una licorería de Hendaya.

Una hora más tarde, Arias se presentó en el Hotel cinco estrellas, donde la estrella seguía lloriqueando. Al verlo, Taylor agarró la botella y con ademanes de cowboy se pimpló media de un tirón, tal cual. Luego, ya feliz, bella, delicada y simpática como una Cleopatra de celuloide dijo estar lista para acudir al gran Kursaal, donde varios centenares de personas esperaban entre indignados e impacientes. Taylor sabía perfectamente lo que le tenía que hacer -¿no era la primera vez que montaba ese espectáculo?- y echó mano de sus mejores dotes interpretativas para, una vez en el escenario, ponerse al público donostiarra en el bolsillo con una sonrisa y cuatro palabras amables en castellano.

Esta deliciosa historia me la explicó Arias entre risas una noche de domingo, en la que coincidimos solos en la redacción del diario. Yo no tenía a nadie quien me esperaba en casa y amablemente me invitó a cenar un entrecote en La Oca, hoy otro de esos locales desaparecidos y (casi) olvidados en Barcelona. Fue entrar en el restaurante de la familia Gaspart y todos los camareros, recuerdo que iban vestidos con pantalones negros y camisas blancas, cambiaron su cara avinagrada por una amplia sonrisa. Arias tenía ese don, despertaba admiración y cariño allí donde ponía el pie.

La de Taylor era una más de las numerosas historias que aquel viejo periodista había acumulado con el paso del tiempo, las mejores no obstante creo que se las guardaba para él, consciente de que sabía mucho de demasiadas personas influyentes y que en esos casos a veces la mejor opción es estar callado. Por qué no escribes tus memorias, le inquirí otro día en el que comimos en el restaurante de El Corte Inglés de Francesc Macia, donde era también tratado como se merecía por el personal: como un señor. Debes escribir tus memorias, todo lo que viviste no puede perderse en el olvido, le dije con el entusiasmo del plumilla en ciernes, del periodista tierno que todavía cree ciegamente en su profesión. Arias negaba mientras tanto con la cabeza y sin perder su gesto risueño contestó: “Soy demasiado perezoso, poco constante para escribir un libro, por eso me hice periodista”. Entonces decidí memorizar aquella historia, la noche en que Arias salvó del ridículo a Taylor, para poder contarla una vez que este nos dejara, para escribirla hoy en este rincón del ciberespacio y perpetrar mi modesto homenaje. Va por usted, ¡periodista!


Archivado en: Diarios, Sin categoría Tagged: barcelona, jaime arias, La Vanguadia, periodismo

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