‘La lanceta amarilla’, un relato en dos partes

I

"Las Torres de Quart se construyeron en 1444", dice sentado junto a una ventana que da a las Torres de Quart, ojeando un libro de segunda mano sobre la historia de la ciudad, que acaba de comprar en una librería de viejo del barrio del Carmen, "teniendo en cuenta que América se descubrió en 1492, hay que reconocer que aquellos han sido bastante rápidos, mira todo lo que han hecho en tan poco tiempo: han levantado Nueva York, y nosotros seguimos aquí, rodeados de la misma miseria".

El hombre que reflexiona acerca del aprovechamiento de los años es el mismo que, la tarde anterior, en una terraza de la Gran Vía delante de un agua mineral, con la espalda muy recta y las manos apoyadas en su inseparable bastón, ha compartido con un matrimonio amigo la historia de la lanceta amarilla.

Este hombre no es un hombre común. No lo es.

Muy pocos lo saben, pero colecciona huesos de cereza, níspero y melocotón sobre la sábana fantasmal que cubre parte del mobiliario de lo que él llama su despacho, una habitación atestada de libros y papeles viejos, donde conviven colecciones de ópera con mapas de carreteras y agendas escolares caducadas, de cuando sus hijos eran pequeños. Enjuaga los huesos después de comerse la fruta y los dispone con una meticulosidad extrema uno detrás de otro, como si lo que estuviera conservando fueran mariposas muertas y no corazones secos. Cuando su hija le anima a tirarlos a la basura, él la mira con cierto desdén y se niega en redondo: "están llenos de vida".

Y no hay nada más que hablar.

El hombre que cuenta la historia de la lanceta amarilla, al más puro estilo de los relatos rusos, que empiezan con un encuentro de los personajes en un jardín o alrededor del fuego, la situación perfecta para que el protagonista comparta sus recuerdos en voz alta con los demás, ha llegado hasta la Gran Vía con la intención de recuperar una serie de libros prestados, que el matrimonio amigo se apresura a devolverle mientras le agradece el préstamo y rememora el buen rato que han pasado con las lecturas. Antes de que la conversación se relaje, el hombre saca del bolsillo de su polo gastado, de manga corta, una hoja de papel, la desdobla lentamente y comprueba que todos los títulos anotados están sobre la mesa. Luego vuelve a doblar la hoja y la guarda de nuevo en el bolsillo, junto con la pluma Parker y el bolígrafo de insulina.

- Muy bien. Están todos. Os dejaré más.

El cielo se está volviendo gris, ya se está terminando el verano, que también se acaba en las ciudades con mar, donde su final es más triste, porque tiene algo de sala vacía después de la fiesta, de escenario desierto en el que alguien hubiera olvidado apagar la música. Pero el hombre y sus amigos se resisten al primer frío y se empeñan en tomar su consumición en la terraza de mesas y sillas blancas de plástico. Es fácil notar que la amistad que les une es antigua, entre ellos flota la paciencia, una tolerancia superviviente al desafío que implica el conocimiento mutuo, las sorpresas que siempre llegan con el comportamiento de los otros y convierten la tarea de aprender a quererse en la lucha por la supervivencia en un campo de minas.

Tal vez por eso, gracias a ese código, el matrimonio acepta con ánimo el relato del hombre de los libros y el bastón, el relato de la lanceta amarilla.

Esa misma mañana, cuenta el hombre, se ha levantado bien temprano para ir al ambulatorio a una visita de rutina. Le gusta ir. Le gusta observar a la gente que espera obediente a que su nombre sea pronunciado en voz alta por algunas de las casi siempre antipáticas y malhumoradas enfermeras, con pinta de sargento. Fanático de la puntualidad, él ha llegado el primero, pero ha cedido el turno a una monja ya muy vieja, a la que acompañaba una monja muy joven, que no paraba de consultar el reloj porque temía llegar tarde a la universidad: "no se preocupe, pase usted, que yo no tengo prisa", sólo ha dicho eso; palabras suficientes para que la monja anciana, antes de entrar en la consulta a pasitos increíblemente pequeños, capaces de convertir cualquier trayecto en una eternidad, le cogiera las manos con afecto y se excusara, quejándose de que en el convento ya no la dejan ir sola a ninguna parte, con lo poco que le gusta a ella depender innecesariamente de las demás hermanas. Durante toda la explicación, el hombre ha permanecido atento, con una expresión de "comprender perfectamente", y no se le ha escapado la mirada agradecida de la monja más joven unos metros por detrás.

Después de ese gesto de gratitud, la sala de espera ha vuelto a quedar inmersa en una calma relativa, de murmullos y dudas repetidas, y de aislados lamentos.

Entonces el hombre, que, tal y como hará más tarde en la terraza, ha permanecido sentado en el asiento corrido de color naranja, algo inclinado hacia delante, apoyando las manos en el bastón, ha continuado con su ejercicio de observación y ha localizado a su siguiente víctima. Al principio le ha costado recordar su nombre, en qué parte de su pasado ubicar al tipo sesentón como él, que esperaba su turno sentado justo enfrente, tan tan enfrente, que si hubiera llevado bastón, por un segundo, hubiera considerado la posibilidad de ser él mismo reflejado en un espejo.

¿Quién demonios era?

CONTINUARÁ
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