Aplausos y fantasías

Se pone muy bonito por ahí el discurso del Príncipe en el teatro Campoamor. Tiene que ser muy entretenido escribir esos discursos. Saber que lo leerá un Príncipe, que habrá eminentes orejas allí, quizá las orejas más sabias de esta nación. Orejas aseadas, con su conducto auditivo a punto. Un discurso en el que bendecir a todos los premiados con alabanzas razonables, o que lo parezcan. Decir tanto, o tan largo, sin decir demasiado, o lo que únicamente se espera de un discurso; caminar por la cuerda floja de la inanidad sin perder el equilibrio. Que las ondas del electrocardiograma del discurso no se salgan nunca de madre. Tiene que estar bien, eso, como hacer una empanada.

Hace unas semanas vi esa película, El discurso del Rey. La vi en versión original, claro, sería absurdo ver esa película doblada. Esos primeros planos de bocas pronunciando palabras que no son las que oímos. Si me quedase sordo hoy mismo, y después de ver tantas películas dobladas a lo largo de mi vida, no podría, seguro, leer en los labios ni un saludo. La película trata sobre la dificultad de leer en público siendo tartamudo. Un Rey puede tener cualquier tara, pero no esa. El príncipe Felipe no es tartamudo; tiene todas las condiciones para ser un buen Rey. Consigue mantenerse de pie y lee de corrido. No puedo decir lo mismo de mí, que me pongo muy nervioso cuando me miran más de tres personas al mismo tiempo.

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Nuestro articulista de cabecera, al que ya apenas leemos, porque se ha tapiado para el que no pague, y hace bien, que la vida está muy cara, se permite en su blog una fantasía. Así la llama él. Resalto esta palabra porque me encanta. El periodismo también se permite alguna que otra fantasía. Es una fantasía de testigo privilegiado. Los Premios Príncipe de Asturias. Ahí tenemos a un catalán y a un madrileño. Futbolistas. Amigos supuestos, y si no, conocidos de toda la vida, desde críos jugando juntos. La convivencia al final hace milagros, por muy catalán rastrero y por muy madrileño noble que sea uno. Se cuenta que nuestro Príncipe no tartamudo lee. Aplausos, catarsis. Un tanto por ciento razonable de individuos del auditorio tendrá en esos momentos la piel de gallina. Habría que verse en el momento. Con música de Wagner a Woody Allen le entraban unas ganas irrefrenables de invadir Polonia. No sé. Pero el jodido catalán deja de aplaudir de primero. Cierra el grifo de los aplausos, él, antes que ningún otro. Por supuesto, antes del madrileño tosco y bonachón, pero fino de inteligencia, que deja de aplaudir para evitar que los brazos caídos de su compañero sean los únicos brazos caídos del teatro. Si eso no es amistad. Tenía un amigo que dejó de ir a los conciertos de la orquesta en el Auditorio de Galicia porque el público aplaudía demasiado. Le aparecía del todo exagerado. Y puede ser cierto. Lo importante aquí, en todo caso, es exponer la mezquindad catalana del individuo. Se aplaude poco y mal al Príncipe. Entramos en el mundo incontrovertible de los hechos; unos ven ejércitos invadiéndolos y otros detectan infidencias en el ejercicio del aplauso a la Corona. Todo encaja.

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