Y me vuelve a repetir:
– No puedo…
Mientras doy un trago a la copa, le miro por encima del vaso y bebo, bebo y bebo hasta contemplarlo a través de su fondo. Como si estuviera más lejos. Y más viejo.
– No puedo…
Cuando en realidad está en bucle.
– ¿Me pones otra?- le grito al camarero levantando el vaso vacío.
Y yo, más borracho.
Porque llevo escuchando la misma cantinela exactamente hora y media, desde que nos encontráramos en este bar. El motivo, una llamada telefónica:
– ¿Diga?
– No puedo…
Siempre he creído en el derecho a quejarse que tiene todo hijo de vecino, independientemente de su estatus social, raza, profesión… o capital en su cuenta corriente, incluso fundas para la almohada o bolsas de basura.
«Mal de muchos, consuelo de tontos», dice siempre mi padre.
O lo que es lo mismo, las desgracias de los demás no pueden insensibilizarme de las mías, independientemente de lo que el resto piense de ellas.
– No puedo…
Pero creer en el derecho a quejarse implica creer también en el deber de reaccionar.
– No puedo…
De poder.
– Es que…
Sin excusas.
Un cuento que pregono, intento aplicarme… y, sin embargo, cuando me enfrento a una situación que me inmoviliza, pienso:
«No puedo».
Lo intento…
«Es que…».
Me invento una excusa…
«Pfff…».
Y me la trago…
O me la bebo.
Para amanecer al día siguiente sintiendo que algo ha cambiado…
Cuando, en realidad, estoy en bucle.
– No puedo…- repite.
«Ni yo, cojones».
– Tranquilo, tío- y pido otra copa para él-, que mañana será otro día.
Y no estoy mintiendo.
«Es solo una excusa».
Porque, efectivamente, mañana será un día distinto.
– Tú bebe…
O traga.
O ponte una peli.
O mira las estrellas.
Parece que no, pero allí arriba las cosas cambian.
Aunque sea…
«Para bien o para mal»
Muy, muy despacio…
hay veces, que no se puede…….