Fascinación por la violencia.
O necesidad de ella.
Solo así se explica el tirón de las películas bélicas. O “de guerra”, como las llamábamos cuando éramos pequeños y veíamos en la sobremesa de los sábados para, a su término, bajar a la calle armados con pistolas y metralletas de plástico y “matarnos” unos a otros. Desde Objetivo Birmania a Los violentos de Kelly, pasando por Doce del patíbulo, El desafío de las águilas o Aquel maldito tren blindado. Algunas de ellas con elementos cómicos que las convertían en aventuras ligeras ante las que los ojos de un niño, nosotros, no se asustaban. Alimentando nuestra imaginación y el deseo de hacernos mayores para acudir al frente y liarnos a tiros en el “fregao”.
Y aunque el tono de esas películas “de guerra” se haya endurecido, los niños continúan viéndolas. Quizá porque están tan rodeados de violencia que ya no hay nada que les sorprenda. Tampoco a los que me rodeaban en la sala donde se proyectaba Corazones de acero: un tanque pasando por encima de un cadáver aplastado en el barro sobre el que ya han pasado decenas de blindados; media cara arrancada de cuajo por una detonación que hay que limpiar con un trapo y un cubo de agua caliente; jóvenes ahorcados de postes telefónicos al pie del camino, con un cartel colgando de sus cuellos que los tacha de traidores por no haberse unido a la causa; cuerpos desmembrados, calcinados, utilizados como cebo, como espantapájaros… Retazos de realidad que, imagino, nunca conseguirán plasmar el horror que supone vivir una experiencia semejante. Porque nunca he participado en ninguna. Coño, ni siquiera he hecho la mili…
Es todo tan explícito, hemos visto tantas cosas que, pese a no vivir ninguna de ellas, nuestros corazones, como los de los protagonistas de esta peli (y los de otras tantas) se han endurecido o, simplemente, han dejado de latir. Y así, las imágenes se olvidan con la misma facilidad con que olvidas la última vez que cagaste o te sonaste las narices.
A fin de cuentas, la Segunda Guerra Mundial nos queda un tanto lejos… casi tanto como Oriente Medio y lo que allí está pasando… AHORA MISMO.
Matarnos unos a otros… Lo llevamos en los genes. Por eso sucede desde que el hombre es hombre. Pero, mientras no nos afecte, nos seguirá importando tres cojones. Y seguirá habiendo quien diga que esas películas son basura, que cuando van al cine quieren divertirse, no sufrir, que vaya americanada, que eso ocurrió hace mucho tiempo… Y seguramente tengan razón. Porque cada uno decide qué hacer con su tiempo. Como tú con el tuyo. O yo con el mío.
Ver una película bélica no es querer estar allí, sino tratar de entender hasta dónde puede llegar el ser humano en una situación así, dónde está el límite, en qué podemos llegar a convertirnos. Porque todos llevamos un monstruo dentro que quiere manifestarse. Que representa lo peor del ser humano. Ese ser humano capaz de lo inimaginable y del que, queramos o no, formamos parte. Porque los ángeles no existen. Y ninguno de nosotros se convertirá en uno por creer que ha conseguido reprimir a ese monstruo.
Ni somos ángeles ni los tenemos de la guarda.
Lo que tenemos es suerte.
Por no habernos enfrentado a una situación en la que no podríamos controlar a ese monstruo.
Somos más afortunados que todos aquellos que han sufrido en el campo de batalla.
No mejores.
Que han hecho barbaridades por sobrevivir.
Ni más listos.
Aceptando su monstruo.
Y del que a ellos, a ti, a mí, a todo cristo…
Nos separa algo muy frágil.
Que da título a una novela y una película que, al contrario que Corazones de acero, nunca olvidaré:
La delgada línea roja.