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La batalla de Falkirk

Tal día como el de hoy de 1298, a William Wallace y sus tropas les dieron hasta en el cielo de la boca las del rey Eduardo I de Inglaterra. Fue en Falkirk, en Escocia. Después de esa batalla, Wallace puso pies en polvorosa, reunió a los que quedaron con vida y se dedicó a hacer la vida imposible a los ingleses durante siete años; poniéndolos de los nervios en más de una y de dos ocasiones tirando de guerra de guerrillas, que se le daba de cine.

Sí, de cine. Más o menos lo de arriba es lo que nos contó Mel Gibson hace ya unos cuantos años, cuando se le ocurrió narrar la vida del guerrero escocés; que no era un perroflauta ni mucho menos, sino hijo de un noble terrateniente llamado Malcom Wallace. Para empezar, la historia de Wallace se conoce gracias al poema escrito por un poeta llamado Harry el Ciego allá por el siglo XV. Y eso de ser del norte de Escocia, asalvajado y sin miramientos, naranjas de la China, que nació en la costa suroeste, en la zona de Ayshire. Vale, no era un perroflauta, pero tampoco se le caía el dinero de los bolsillos por no ser el hijo mayor, de ahí que no tuviera derecho a heredar las tierras de su padre y decidiera tirar por hacerse cura. Acudió a una abadía y allí aprendió inglés, gaélico, francés y latín sin salir de Stirling. O sea, nada de tío que se lo lleva a Roma para hacerse un hombre y conocer mundo —el tío si existió. Era un cura de aquella abadía. ¡Ah! Y a la mujer con la que se casó ni la mataron por aquello del derecho de pernada —que no existía como tal—, y ni mucho menos la boda fue en secreto. En fin, que ni siquiera se llamaba Munro sino Marian Braidfoot y la palmó mucho antes de que Wallace se metiera en zaragatas con los ingleses.

Lo de batalla, que se me va la cabeza. Wallace ya había derrotado a los ingleses en la del Puente de Stirling en 1297, y como consecuencia de esta victoria se le nombró Guardián de Escocia. Sus huestes la aprovecharon para recuperar tierras conquistadas por los ingleses y también a hostigarles más allá de ellas hasta que a Eduardo I se le hincharon los cojones. Esa hinchazón se tradujo en un ejército compuesto por cerca de 26.000 soldados de infantería y 3.000 caballeros, que se encontraron con los que comandaba Wallace cerca de Falkirk; donde los nobles escoceses —la caballería— le dejaron en la estacada por muchas razones: que si estaban rebotados por su nombramiento de Guardián de Escocia, que decidieron largarse de allí previendo la carnicería que se adivinaba —y que finalmente ocurrió—…

Total, que William Wallace fue derrotado en dicha batalla y también se largó del lugar a caballo para salvar la vida, faltarías más. Luego vendría lo de los siete años dando tumbos, etcétera.

Por cierto, ya que estamos con la película de Mel Gibson, que sepáis que el verdadero Braveheart, o sea el corazón valiente, no es Wallace sino Robert the Bruce —el de la perilla, el traidor, el que se vende a los ingleses—, al que cantan las crónicas escocesas como tal. Cosas que una película rodada por un australiano en Irlanda (por el tema de los impuestos) y modelada al gusto americano. Lo de siempre, vamos.

 

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