Concibo el gesto de morir como uno de los más personales que un ser humano realiza a la largo de la vida y como tal, entiendo que se le debería preservar el decoro de la intimidad. La barbarie del terrorismo es segar de cuajo las vidas de personas a las que los terroristas ni siquiera conocen y como desconocidas no han podido dar motivo para ser tratadas así, para ser despojadas de sus vidas. El salvajismo del terrorismo es hacer uso de una violencia repentina, inesperada, que interrumpe, corta, para matar en la vía pública, en espacios públicos, el salvajismo de los terroristas es quitar la vida a desconocidos, privarles de sus vidas, de sus quehaceres cotidianos, impedirles asistir a las citas que tenían concertadas, cumplir con sus trabajos, despedirse de sus hijos y amigos, y todo esto hacerlo en público, añadiendo a la muerte la desazón de morir delante de demasiada gente, transeúntes.
Si morir ya debe de ser duro de por sí, morir en el hall de un aeropuerto atestado de previsibles pasajeros debe de resultar incomprensible e incluso ridículo. David Dixon no murió en el aeropuerto de Bruselas en el atentado del 22 de marzo aunque estaba en el aeropuerto a la misma hora de las bombas. Escribió a su familia para tranquilizarles, diciendo que se encontraba bien. Había tenido suerte. Una hora después, fallecía a consecuencia de la bomba que explotó en la estación de tren de Maelbeek. ¿Qué pensaría David durante esa hora qué sobrevivió? Al leer su trágica historia he recordado este cuento de Jean Cocteau: El gesto de la muerte.
«Un joven jardinero persa dice a su príncipe: –¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta: – Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
– No fue un gesto de amenaza –le responde– sino de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán».
Ignoramos el lugar y la hora de nuestra cita con la muerte, la única certeza es que se presentará y aunque siempre será inoportuna, mejor que nos pille en la íntima calma del hogar.
Salud