Las emociones no pueden controlarse. Nos empeñamos en que así sea, siempre con la intención de demostrar que en este mundo en el que todo es medible y cuantificable no escapa de nuestro control algo tan etéreo, tan intenso y tan frágil como un sentimiento. Pero no es cierto. Por más que lo intentemos no podemos elegir a quién amar, a quién desear y en quién confiar. Todos esos verbos no solo no admiten el imperativo, sino que pueden volatilizarse en un segundo ante el engaño, las mentiras o la traición sin que podamos predecir el resultado.
Las decisiones absolutas tampoco está en nuestra mano realizarlas. Nos empeñamos en querer ser categóricos y afirmar rotundamente que jamás volveremos a hacer tal o cual cosa, que nunca sentiremos tal o cual emoción. Prodigamos nuestros perdones y nuestros rencores como quien emite sentencias que serán eternas, mientras ignoramos que, hagamos lo que hagamos y digamos lo que digamos, lo haremos en base a nuestro presente, pero nunca en base a un futuro que desconocemos, solo ante la versión del futuro que esperamos que se produzca.
La vida es impredecible. Su movimiento constante es lo que la convierte en lo que es. Quien más intransigente se vuelve y más ciego se muestra, más tiene que tragarse sus palabras cuando el mundo le cae encima. Tal vez crea que eso no sucederá en lo que le resta de existencia, sobre todo si ha sido una persona más o menos afortunada, pero hay hechos y circunstancias que no dependen de nosotros. La vida es cambiante, como un río que arrastra tantas cosas en sus aguas que sus sedimentos nunca permanecen idénticos. Podremos tener la fortuna de vivir con cierta estabilidad, pero antes o después esa inevitabilidad de los sucesos inherentes al hecho de estar vivos caerá sobre nosotros. Ser conscientes de ello ayudará a afrontarlos cuando eso suceda. Por el contrario, aquellos que se nieguen a admitirlo se verán incapacitados para adaptarse cuando ocurra, en un estado de conmoción que no les permitirá superar la siguiente etapa que les traerá el transcurrir de los años.
Nadie puede controlar las emociones. Simplemente podemos controlar la forma en la que actuamos, eso si los sucesos dependen enteramente de nosotros. Y es ahí donde decidimos si somos fieles a ellas, si actuamos sin miedo, con coraje, con coherencia y con honestidad, o si optamos por negarlas, ya sea por temor, interés u orgullo; ese orgullo de no reconocer que habías medido mal tus probabilidades, que no habías asumido convenientemente el riesgo de tus actos.
Contra lo que muchas veces se enseña, las personas fuertes son aquellas que son capaces de mostrar sus sentimientos, de expresarse de forma tal que asumen el riesgo de mostrarse vulnerables. Saben que pueden hacerles daño, pero lo afrontan porque son conscientes de que pueden soportarlo y que es mayor la tortura de vivir con las palabras no dichas y los problemas no resueltos, que perder de vez en cuando una batalla. Esa valentía marca la diferencia. Esconder los sentimientos no deja de ser una muestra de debilidad que, al fin, tiene su reflejo en la cobardía que ha encontrado la mejor de las aliadas en las redes sociales y en el teléfono móvil.
Tener en cuenta a los demás implica admitir que hay cosas que es imposible que controlemos. Nadie está en la mente de nadie. Nadie es adivino. Nadie se merece que contesten por él aquellas preguntas que no se le han formulado y mucho menos que decidan por él cosas que ni siquiera le han consultado. Sin embargo, pese a que alguien podría estar en completo desacuerdo con esta divagación, lo que sí es seguro, y está psicológicamente comprobado, es que no verbalizar los sentimientos es dañino, más para el que calla que para el que es objeto de la indiferencia. Esconder en el interior un montón de baúles sin abrir y de emociones reprimidas solo conduce a la frustración y al resentimiento. De poco servirán el dinero, los viajes o el reconocimiento social si una persona no puede estar en paz consigo misma, y díficilmente podrá estarlo aquel que tiene cosas sin resolver.
Ojalá que tengamos el coraje de vivir exponiéndonos ante aquellos que nos importan, de nutrir nuestra capacidad de resiliencia, de admitir que podemos asegurar mil cosas de las que queremos hoy pero que no tenemos ni idea de qué desearemos dentro de cinco años, y de no exigir a los demás promesas que ni siquiera nosotros mismos podemos cumplir.
Ojalá que, sea como fuere, siempre esperemos mejorar al navegar por ese río, sin olvidar decirles a las personas que nos importan que son importantes, sin dar por supuesto que mañana estarán a nuestro lado o que pasado seguirán vivas, sin obligar a que sean impertérritas e inmutables porque nos resulte más fácil permanecer en el mismo estado que adaptarnos a los cambios que supone estar vivo.
Ojalá que la próxima vez que mires a alguna de esas personas a los ojos, seas afortunado y osado y asumas que el tiempo pasa y que, un día, cumplirás la edad que hoy tienen tus padres, y entonces tendrás que preguntarte si has vivido la vida que querías vivir o has vivido aquella que los demás quisieron que vivieras. En la mano de cada uno de nosotros está no convertir esa fecha en un día aciago.