Es el título de la última película protagonizada por Eduard Fernández, pero también podría serlo de toda su carrera. Porque este SEÑOR actor, así, con mayúsculas, se mimetiza en cada película con el personaje que interpreta. Aquí, como Francisco Paesa, una de esas enigmáticas figuras de nuestra historia reciente. Esa historia que, cinematográficamente hablando, está empezando a emerger de las sombras gracias a cineastas que ven en ella un gran potencial narrativo que va más allá de la inmediatamente anterior y de la que hace tiempo que un servidor está saturado. Sí, la Guerra Civil y el franquismo que durante décadas han monopolizado el cine “histórico” español. Siempre desde el mismo punto de vista. Y siempre con el mismo discurso. Ni acertado ni erróneo. Ni mejor ni peor. Simplemente, el mismo. Que, en lugar de despertar una inquietud o un interés… ha terminado por aburrirme.
Y, como en una continuación de sus dos anteriores trabajos, Grupo 7 y La isla mínima, su director, Alberto Rodríguez, bucea en la década de los 80 y los 90 para mostrarnos el lado oscuro del llamado “estado del bienestar”. Y, sobre todo, sus consecuencias.
Eduard Fernández me marcó hace años con su interpretación en Smoking Room, otro ejemplo de lo que pueden conseguir los actores españoles cuando están bien dirigidos, y que es capaz de hacer un trabajo increíble en una película mediocre, Alatriste, qué dolor de…TODO, borda en El hombre de la mil caras un personaje con tantos registros como contradicciones: implacable y vulnerable; frágil y calculador; manipulador y necesitado de afecto. Y lo hace en compañía de Carlos Santos que, metiéndose literalmente en la piel de Luis Roldán se aleja de los personajes cómicos en los que estaba encasillado y demuestra que es mucho más que un “hombre de Paco”. Como decía S.N. Behrman, “la intuición del cómico llega a lo más profundo de una situación humana, con una precisión y una velocidad inalcanzable por cualquier otro medio”. Y en eso se convierte Carlos interpretando a Luis Roldán: en un tren bala. Tan preciso como Emilio Gutiérrez Caba, que sin apenas pestañear acojona más que el mismísimo Hannibal Lecter. O como Pedro Casablanc, que en una sola secuencia se mete al público en el bolsillo con un personaje digno del señor Kobayashi de Sospechosos habituales.
Sí. Son GRANDES actores.
Pero, lo más importantes, orquestados por un GRAN director.
Cada película de Albero Rodríguez refleja no sólo el talento, sino el cariño, el mimo… Y, lo más importante, el entusiasmo por su trabajo, dirigir, inversamente proporcional al postureo, los flashes y las alfombras rojas de que son víctimas, voluntaria o involuntariamente, otros directores “endiosados” por los grupos empresariales que los subvencionan y los convierten en productos mediáticos que traspasan la frontera que marca la diferencia entre estar ante la cámara… o detrás de ella.
Siendo egoísta, prefiero que Alberto continúe siendo un director “discreto”. Que lo que esté en boca de todos no sea él, sino sus películas. Que estas tengan todo el éxito que se merecen porque están de puta madre, no porque él está de moda. Que continúe contando las historias que le interesan y no las que interesan a otros. Que el valor de su trabajo no se traduzca en un cheque en blanco para conducir el reactor al éxito del nuevo, o la nueva, proyecto de estrella. Que no emigre porque le han hecho una oferta en Hollywood.
En definitiva, que nos siga atrapando con historias de esa España decadente, sórdida y voluble (no sólo mediante el thriller. Quién no haya visto After, por favor, que no se la pierda) que tanto esconde… y tan bien retrata.