A veces, el aquí te pillo aquí te mato no es solo contraproducente cuando se trata de echar un polvo: tienes la suerte de contar con una mujer de bandera y, en lugar de dedicarle la atención y cuidados que merece, te abalanzas sobre ella presa del frenesí para un “mete y saca” de lo más absurdo que, invariablemente, deja insatisfechos a los dos. Ella, que podría haber sido tu musa, se irá tan rápido como desenfundaste. Y tú te pasarás el resto de tu vida esperando que semejante oportunidad se repita. Pringao…
Esto es exactamente lo que ocurre con The purge: la noche de las bestias. Una premisa buenorra a más no poder, de físico que corta la respiración y tan inteligente como para dejarte a la altura de un neandertal que mi primo el director, mejor ni nombrarlo, a ver si con un poco de suerte contribuimos a que desaparezca del mapa, se conforma con darle un viaje a lo Speedy González que ni siquiera llega a la categoría de coitus interruptus, Hay que ser gilipollas…
La amiga con quién fui a verla dijo acertadamente que podría haber sido un cruce entre Perros de paja, Funny Games y La habitación del pánico. Efectivamente. PODRÍA. Porque el subproducto resultante destroza la original premisa a base de todos los clichés y golpes de efecto habituales en las películas de terror de hoy en día que, como churros, caen en la misma trampa: Paranormal Activity, Saw, Sinister, Insidous, posiblemente Expediente Warren… De modo que, a partir de la idea original, sucumben a personajes estereotipados, situaciones más vistas que el tebeo, sorpresas que sabías iban a ocurrir desde el minuto uno… Y así, cuando el niño pequeño grita desesperado “¡Papá, ¡qué está pasando?!”, tú le respondes: “pedazo de gilipollas, ¿llevas más de una hora ahí dentro y todavía no te has enterado?”; a la hija mayor, una estúpida adolescente, le deseas la peor de las muertes, cuando la cosa se pone sentimental escuchas a alguien detrás de ti que murmura “a ver si violan a alguien y la cosa se anima”; con tanto juego del gato y el ratón caes en la cuenta de que la familia protagonista no vive en una casa, sino en el castillo de Greyskull… y solo aplaudes en un par de estallidos de virtuosa violencia que ponen de manifiesto que, efectivamente, si le hubieran dedicado un poquito más de tiempo al desarrollo del guión la cosa habría sido muy, pero que muy distinta.
Pero como el consumo de cine cada vez es más rápido (el otro día fui a ver Trance y ya me la habían quitado) y los cines no hacen más que cerrar (joder, cuánto echo de menos los Morasol), la industria cree que no merece la pena hacer películas, sino asar pollos. Y así les luce el pelo.
Como sigamos así, van a conseguir que echemos de menos los chistes de Moncho Borrajo…