Los latigazos caen sobre su espalda con un estrépito devastador, se hunden en su piel morena con una facilidad escalofriante, como si fuera mantequilla, y, cada vez que se produce ese contacto, la sangre vuela en una dirección inesperada, salpica por todas partes, convirtiendo la tarde calurosa en una cortina sanguinolenta.
Veinte, cincuenta o ciento veinte. La cifra depende del humor del verdugo y muy pocas veces de los actos de la víctima, quien se aferra a sobrevivir sin preguntarse por qué. Aunque en realidad la idea de la muerte siempre estuvo allí. Siempre.
El castigo se debe, esta vez, a una leve fuga. La mujer que aguanta la infamia de un hombre “civilizado” se ausentó poco más de quince minutos para pedir en la hacienda de un vecino el jabón que le era negado, y poder lavarse como lo haría cualquier ser humano de aquella época y de ésta.
Sin embargo, los motivos para descargar su furia y afirmar un deseo de dominación ignominiosa pueden extenderse a una infinidad de razones: una respuesta atravesada, una mirada malinterpretada, o una baja accidental –y humana– en el rendimiento de la recolección de algodón o de azúcar de caña. Cualquier asunto que revalide la superioridad de una raza sobre otra.
Las imágenes que brinda la película “12 años de esclavitud” del director Steve McQueen pueden parecer extraordinariamente escalofriantes. Horrendamente inconcebibles y, sin embargo, representan una fiel reconstrucción de unos tiempos en los que la esclavitud marcaba la relación diaria entre blancos y negros.
El amo receloso y vanidoso, siempre blanco –porque así lo quería el pensamiento moral y religioso de la época–, hacía lo que quería con sus esclavos. Ellos le pertenecían, como si fueran meros objetos –un lápiz, un vulgar juguete o una camiseta–, y eso daba pie a situaciones absurdas e intolerables, crímenes que superaban la lógica de todo pensamiento.
Violada hasta la saciedad, y deseando la muerte como redención, la esclava que aquí nos ocupa era la favorita del amo. Una hermosa morena de una mirada perdida, como el destino de un pueblo llegado de África. Y ese amo que engañaba a su esposa de la alta sociedad, blanca como él, amaba también a su esclava, pero como parte de un juego sucio que le permitía verter toda su frustración en ella, todo su odio, y ella lo recibía sin mediar palabras, las piernas abiertas, mirándolo con una cara siempre solícita y complaciente.
Con este amargo y realista retrato de la esclavitud, resurge el aborrecimiento más inaceptable: el de un régimen que permite y se organiza para legitimar –e imponer– la inferioridad y el sufrimiento de unos seres humanos, recordándonos así los peores extravíos del siglo XX, pero en este caso los esclavos no tuvieron que llevar una estrella pegada a la chaqueta: su piel era garante del desprecio y de un castigo humillante.
Incluso la Biblia, ese libro sagrado que ofrece un camino al entendimiento y a la misericordia, fue usado para justificar el trato deshonroso aplicado durante más de tres siglos al pueblo africano desde el norte canadiense hasta el extremo sur de Argentina. Resulta difícil olvidar las palabras del capataz de una plantación que en plena charla introductoria expone los argumentos que le ayudan a asentar su poder: “El esclavo que no escuche a su amo recibirá muchos azotes. ¡Lo dice la biblia!”.
Así nació América. En medio de una codiciosa conquista y una destructora esclavitud que arrancó más de 10 millones de almas a un continente que todavía trata de reponerse de ese atropello. Y como tan bien lo ilustra la película de Steve McQueen, pocas personas se interpusieron para que ese crimen organizado cesara.
Hoy los tiempos de la esclavitud parecen lejanos. Pero, ¿Cuánto queda de esa pesadilla que hizo temblar a un pueblo entero? ¿Y cómo se repone una comunidad expuesta a tanto odio? Esas son las preguntas que surgen de un nacimiento que bien podría parecer un aborto.
Johari Gautier Carmona
@JohariGautier