Hace ya un tiempo que en las columnas de José Luis Alvite vengo percibiendo entre líneas cierta nostalgia y despedidas entreveradas en los puntos y aparte. Y, últimamente, algunos días, al no encontrarlo junto a Ussía, como es habitual, le he buscado sin éxito en otras páginas.
Esta semana he encontrado el motivo de sus puntuales desapariciones y su tristeza impresa en una de sus “Almas del nueve largo”. En forma de carta a Carlos Herrera, ha contado que padece cáncer, explicándole al locutor que ha sido un golpe desproporcionado, “como encontrar un centollo en el interior de una almeja”, y advirtiéndole de que si no vuelve es porque se “empeñó en el estúpido sueño de llegar por ferrocarril a una ciudad sin tren”.
Decía Carlos Herrera en su programa radiofónico que Alvite es una de las personas más hipocondríacas que conoce en este mundo. Y espero que esta sea la razón del pesimismo ante su enfermedad -parece ser que se plantea dejar de escribir- porque, si no, perdería a mi columnista preferido, ese que ni escribe como el resto ni habla de los mismos temas, que mira hacia dentro con sinceridad y que pondera con inteligencia, no solo los verdaderos problemas, sino también los que fabrican los propios medios para escribir sobre ellos, esos que él no necesita.