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Magdalenas de una vida

Tenía diecinueve años cuando leí por primera vez Por el camino de Swann, de Marcel Proust. Entre noches en Malasaña y días en las aulas de hormigón de la Facultad de Ciencias de la Información, cayó en mis manos, como si se tratara de una rareza, esta novela, cuyo inicio mi juventud calificó de “cursi”. Pero seguí leyendo. Solo bastaron unas cuantas páginas más para que Proust me absorbiera en su mundo, y lo hizo de tal forma, que leí de un tirón las siete novelas de En busca del tiempo perdido. Me fascinaron Swann y Odette; los veranos de Combray; los paseos por París; las reuniones de la aristocracia parisina, con su altivez, sus debilidades y sus chismorreos; las descripción de los sentimientos de los personajes, con el amor posesivo y los celos siempre presentes… Y lo leí con la convicción de que Swann era Proust y, aunque luego supe de sus excentricidades que, entre otras muchas cosas, le llevaron a vivir quince años prácticamente aislado, absorbía las páginas como vivencias reales del autor.

Ahora ha aparecido un cuaderno en el que el escritor anotó sus primeras ideas de lo que sería después el arranque de En busca del tiempo perdido, ochenta páginas por las que se pagaron 100.000 euros en Christie´s, que recogen apuntes de escenas, listados de nombres y lo que más me ha llamado la atención: la descripción de cuatro días en los que Proust recorrió las calles de París siguiendo a una mujer. Y estas anotaciones, que como el sabor de las magdalenas transportaban a Swann a Combray, de nuevo, me han hecho pensar en Proust más como personaje que como autor, trayendo a mi mente aquellas tardes despreocupadas en las que me pasaba las horas frente al balcón leyendo los anhelos y los deseos de este inseguro aristócrata.

 

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